viernes, 25 de febrero de 2011

UNA VISIÓN CRÍTICA DEL DISCURSO OPERÍSTICO DEL SIGLO XX

Por José Carlos Carmona

La pregunta que motiva esta charla es: ¿Por qué los compositores han dejado de escribir óperas en el siglo XX? Y la tesis que defenderé será la siguiente:
No se ha escrito ópera en el siglo XX por mor del proceso evolutivo de las formas musicales y por el cambio de paradigma en la funcionalidad de la música (llamémosla) “academicista” durante el siglo XX.
         Pero aclaremos estos términos, contextualicémoslos y traigamos a colación elementos adyacentes que nos ayudarán a comprender la tesis que propongo y algunas de las incongruencias del mundo musical –su producción y ejecución- durante este último siglo.
         Para empecer, permítanme que les recuerde un cuento. Un cuento, por todos conocidos pero que nos ayudará a comprender el sentido estético del siglo XX. El cuento es el titulado: “El traje nuevo del Emperador”, aparecido por primera vez en las famosas compilaciones del Conde Lucanor del Infante D. Juan Manuel en 1330 y recogido en la modernidad por los Hermanos Grimm.  En este cuento, como recordarán, se cuenta la historia de unos bribones que se presentaron ante un emperador fingiendo ser tejedores de trajes únicos y maravillosos que poseían la extraordinaria cualidad de volverse invisibles para todos aquellos que eran tontos o no cumplían debidamente con su trabajo... Admirado el emperador  de semejante proeza, y como era bastante presumido, los contrató para que le elaborasen un magnífico traje que le permitiría, además, descubrir si sus súbditos eran listos o tontos, y si cumplían o no con su deber... Ya saben que los falsos tejedores hacían como que trabajaban; pero, mientras, todo el mundo se había enterado ya de las extraordinarias propiedades de aquellas telas y deseaban comprobar cuanto antes si sus vecinos las veían o no. El emperador, que debía tener cierto temor a no ver las telas, mandó por delante a un par de consejeros para que le echaran un vistazo y ellos corroboraron la belleza de las telas porque no querían pasar por patanes. Luego fue el propio emperador y no le quedó más opción que la de confirmar la belleza de la pieza. Pensando que realmente era él el único que no la veía, pero llevado por la vanidad de tener un traje mágico, llegó a organizar un desfile para mostrarle al pueblo su maravilloso traje nuevo.
         Y así se inició el desfile por las calles alfombradas. El emperador avanzaba bajo un magnífico palio, muy erguido y con gesto altivo hasta que un niño, llevado por su inocencia, gritó:
         –¡El emperador va desnudo!
         –¡Es verdad! ¡Los niños nunca mienten! ¡Va desnudo! ¡No lleva nada encima! –comenzaron a murmurar, uno tras otro, sus súbditos y a señalarle con el dedo.
         El emperador enseguida lo comprendió todo, aunque se mantuvo arrogante hasta el final del desfile.
         Los falsos tejedores, mientras, habían huido de la ciudad con sus bolsas bien repletas de dinero.
        
         Por qué les cuento esta historia y qué tiene que ver con la materia de mi charla. Lo tiene que ver todo:
         Ustedes habrán oído hablar de la postmodernidad en la que, al parecer, andamos inmersos sobre todo desde después de la II Guerra Mundial. La postmodernidad se podría definir como la falta de un niño en el cuento “El traje nuevo del Emperador”. Ante los ojos de la ciudadanía se plantea un problema irresoluble: “esta es una tela que sólo pueden ver los listos”. Pero en el cuento se dice: “los niños siempre dicen la verdad”. Y es ahí cuando todo el mundo descubre que el Emperador va desnudo. En el arte del siglo XX no tenemos un “niño” que diga la verdad, no tenemos un referente de verdad. La razón (la razón científica y la razón humanística), instrumento en el que confiamos para avanzar en esta vida de perplejidades, nos decepcionó a lo largo de la historia culminando en Auschwitz e Hiroshima. Ahora entendemos que no hay una sola razón, que hay muchas y no siempre complementarias, que los problemas, a veces, no tienen una respuesta unívoca, y que muchas veces, incluso, no tienen solución (sin embargo, en todos nosotros habita una tendencia maniquea a creer que todo tiene respuesta, solución o salida; que hay cosas buenas y malas, arte bueno o malo, propuestas éticas correctas o incorrectas).
         Y no crean que con la lectura del cuento y la muestra de inexistencia del niño, de ese referente de verdad, yo estoy tomando una postura contraria al arte del siglo XX, a la postmodernidad. No. Yo soy parte de mi siglo, desearía que hubiera un referente, una guía de verdades (como en otro tiempo la hubo con la “verdad revelada”  de algún libro sagrado), pero no puedo más que constatar que ese “niño” no existe y ponerme a la tarea de deambular por estas tinieblas de la verdad (la verdad en el arte) sabiendo que nunca llegará la claridad.
         Y eso ha hecho el arte en el siglo XX, aprovecharse de la inexistencia del niño y sacarnos a pasear en calzoncillos a la pintura, a la escultura, a la música, diciéndonos “el que no vea lo valioso de esta obra es que es tonto”. Y nosotros intentándolo una y otra vez; y de tanto intentarlo llegamos a racionalizar propuestas que al final tienen visos de ser, incluso, interesantes. Pero sin llegar a tener nunca certeza de su valía definitiva.
         ¿Quiénes están siendo, por tanto, los referentes de verdad en el arte en la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI?: el comercio por un lado y la intelectualidad mediática por otro.
         Pero que cualquier jovenzuelo de música pop sea capaz de vender más discos en un mes que Juan Sebastián Bach en toda su historia, personalmente me sigue sin parecer un criterio suficientemente fiable; aunque tampoco me parecen suficientemente fiable los conciertos minoritarios de música contemporánea de los auditorios públicos subvencionados o de las  entidades con propuestas más vanguardistas en música pintura o cualquier otra manifestación artística minoritaria.
         Sirva esta reflexión primera para comprender el ámbito donde se ha estado moviendo la composición del siglo XX y veamos ahora el papel de la ópera en todo este panorama sin referentes.
         Comencemos por decir que la ópera, aunque la llamamos un género (el género operístico), es en realidad una forma musical. Entendemos por forma musical la manera en la que los compositores organizan el material sonoro para entregarlo al público. La forma es fundamentalmente una cuestión de estructura temática (distinguimos entre sonata y suite por el número de partes que la obra tiene y la manera en que estas partes estén dispuestas) pero también es una cuestión de organización del contenido. Hemos podido llamar motete a una canción a varias voces, siendo lo mismo y teniendo, si se quiere, la misma estructura que un madrigal, aunque su diferencia era la temática: en el primero profano y en el segundo sacro. Con esto vengo a decir que la ópera no se distingue de otros formatos sólo por su puesta en escena o que es un género híbrido entre música y teatro: la ópera es una forma musical que procede de la canción con acompañamiento que evolucionó en el madrigal y que adquirió escenografía convirtiéndose en lo que hoy entendemos por ópera (todo esto grosso modo, claro está). Pero ¿por qué me interesa tanto dejar claro que la ópera es una forma musical? Porque todas las formas musicales han evolucionado con el tiempo (han tenido antecedentes, han vivido en mayor o menor éxito y luego han desaparecido o han seguido viviendo en otra forma más evolucionada o en un cierto mantenimiento), y porque todas las formas musicales han nacido en respuesta a una necesidad social o vinculadas a una exigencia del entorno.
         Y con esto me introduzco en un concepto que me parece de suma importancia para comprender la historia de la música y para comprender a la música contemporánea: el concepto de “funcionalidad” en el arte. Esto es, cuál ha sido la función que en cada momento determinado de la historia ha desarrollado el arte, y en nuestro particular caso, la música.
         La sonata apareció como música para ser “sonada”, lo que significaba para ser oída (para sentarse a escucharla a ella como protagonista absoluta), porque antes la música tenía una “función”: servir para la danza, acompañar en banquetes y actos protocolarios o acompañar a la palabra para dulcificarla o acentuar sus rasgos.
         El oratorio surgió con la finalidad directa de hacer llegar un mensaje religioso al creyente, que la oía en un ámbito escénico muy determinado: el templo.
         El problema de nuestro tiempo es que ha habido un enorme reduccionismo. Reduccionismo formal y estético: el formal porque todo acto musical ha sido reducido a la escena teatral de corte novecentista, esto es, todo concierto, desde el religioso al profano, desde la música de cámara al gran sinfonismo, desde el oratorio a la ópera se ejecuta en el mismo espacio: un escenario teatral; y reduccionismo estético porque en general el único criterio de valoración de las obras musicales se basa en su penetración emocional, en sus valores hedonistas, esto es en lo “bonita” que sea la obra.
         Como el soporte más universal de audición es la música grabada parece que todo lo que salga por un altavoz debe tener la misma funcionalidad: agradar, entretener. Sería como pensar que todo libro ha de tener la funcionalidad de entretener, ya sea de literatura o de física cuántica.
         Así pues, y coordinando estas dos última ideas, hay que decir que la ópera, como forma musical, apareció en un momento determinado fruto de una evolución de la forma y con una funcionalidad determinada: ser un entretenimiento complejo para un cierto sector social que en el siglo XIX adquirió connotaciones nacionalistas que le llevaron al clímax de su evolución.
         Pero con el advenimiento del siglo XX, sobre todo después de la segunda Guerra Mundial, asistimos a la más grande bifurcación de la historia entre la música popular y la música... (¿cómo podríamos llamar a esta música que por supuesto ya no tiene nada de clásica, gran parte de ella ya no se ejecuta con instrumentos tradicionales y comienza a indagar otro tipo de escenarios? “Academicista” es mi propuesta: una música que parte de la investigación sonora de centros académicos (Conservatorios, Universidades, Centros de investigación musicológica, etc.). Pues bien, la música popular, con raíces folklóricas que desembocó en la que dio en llamarse música pop y sus derivados, sí que continuó, desde mi punto de vista, en una línea de acoplamiento con las necesidades sociales: se hizo más festiva, participativa, generalizada y global.
         Sin embargo, la música “academicista”, con la llegada de los movimientos estéticos rupturistas y experimentales a principios de siglo XX, una vez caídos los parámetros armónicos tonales, y puestos en marcha para destruir los parámetros rítmicos; esto es, una vez que el único elemento con el que pudieron jugar los compositores fue con el elemento tímbrico (el más primitivo de todos ellos), la funcionalidad que adoptó el mundo de la creación musical pasó a ser el de la investigación sonora. Y aquí es donde está la clave del asunto: si la funcionalidad lúdica desaparece en las composiciones, si su pretensión no es ya la de entretener, divertir, dar publicidad a un mensaje religioso o político, si su funcionalidad es la de la investigación sonora porque la preocupación estética del momento es la de continuar con la evolución en la creación musical, el principio que dio lugar a la ópera (entretener, divertir, ser vehículo de transmisión de ideas, etc.) habría caído. Y su caída (podríamos decir ya sin miedo: su muerte –antes dijimos que todas las formas musicales eran históricas y como tales eran susceptibles de desaparecer-) propicia la inutilidad de su existencia y de ahí su desaparición.
         ¿Esto quiere decir que todas las funciones que tenía la música antes de la aparición de la música “academicista” del siglo XX han dejado de ser realizadas? No. Sólo que el testigo de esas funcionalidades ha pasado a manos de otros agentes artísticos: la músia pop (en su más amplia acepción, donde debemos recoger también al llamado “musical americano”) y el séptimo arte (en sus variantes mediáticas –la televisión- o más artística –el cine-).
         Ya sé que quizás a estas alturas de la conferencia puedan estar pensando que desde el primer momento cuando yo realicé la pregunta “¿por qué los compositores han dejado de escribir óperas en el siglo XX?”, ustedes pudieron pensar “porque el cine aglutinó los deseos latentes en el gran espectáculo que fue la ópera anterior (la wagneriana o la italiana)”. Y aunque hayamos llegado al mismo puerto quiero hacer un especial hincapié en el camino: de lo que hemos hablado en esta conferencia es de las distintas funcionalidades que el arte musical ha adoptado a través de la historia y de cómo con la llegada del siglo XX la música clásica, guarecida por el mundo intelectual que hemos dado en llamar academicista, no sólo pierde los parámetros de la armonía y su consecuente la melodía y el ritmo; sino que también pierde muchas de las funciones que hasta ese momento tenía, para dejarla en manos de otras artes o ramas del mismo arte. En definitiva: no se hace ópera en el siglo XX porque la funcionalidad de la creación musical de este siglo, la investigación sonora, no ofrece el soporte suficiente como para mantenerla.
         Indudablemente, a esto hay que añadirle causas sociales como el advenimiento de la clase media, soporte necesario para cualquier tipo de manifestación artística que busca esas otras funcionalidades en los otros soportes artísticos: el cine musical o el teatro musical y se distancia de la pretensión más profunda y reflexiva, quizás, de los compositores del siglo XX que pretenden propiciar un cuestionamiento permanente: cuál es su objetivo, modos de disfrute, su relación con el mundo, con el público, con el poder. De este proceso se infiere, en sí, que el objetivo de la creación artística es el cuestionamiento como sistema. Todo ello enmascarado en una presunta continua tarea investigadora.
         El final del siglo XX se caracterizará, pues, por el cuestionamiento del hombre por el sentido, una especie de existencialismo sonoro que desde el absurdo (como han hecho otras artes) cuestiona la realidad del mundo, y por ende, la de cualquier manifestación artística. Y para realizar este cuestionamiento una forma musical tan tradicional (y clasista) como es la ópera no les sirve de instrumento.
         Es como si el emperador fuera desnudo y todo el mundo se riera de él porque creen haber descubierto la mentira, y él se sintiera muy ufano porque en realidad lo que está proponiendo es un estilo de vida alternativo, nudista,  muy pretendidamente "progre", cuando lo verdaderamente negativo del asunto no es que el emperador vaya desnudo o que haya sido descubierto sino la propia existencia de un emperador, la propia existencia de un desfile, la estructura profunda de desigualdad que el rito al que se asiste proclama. La ópera tuvo una función social y estética en un mundo, en un orden, incluso en un escenario determinado. Los compositores querrían dar unos mensajes y el público quizás manipuló el espectáculo y lo convirtió en algo diferente de lo previsto en principio por los compositores. Hoy todo ha cambiado, lo que hay que decir es distinto y la paleta de posibilidades se ha recortado; el compositor de música "clásica" se ha quedado, por mor del progreso de las formas musicales y la fidelidad al progreso de los estilos, con un ámbito de recursos más reducido (podríamos decir que casi sin ninguno de los elementos tradicionales), donde casi todo lo que no sea investigación sonora y formal ha quedado en otras manos, las manos de la música comercial, contra la que, por cierto, no podemos levantarnos ya que está configurándose como patrimonio (para bien o para mal) de la sociedad actual y, como tal, elemento artístico representativo de los tiempos en los que vivimos.
         En definitiva, la música academicista comprometida con el arte intenta llamar a la reflexión sobre el mundo y sobre el propio arte con recursos tan exiguos y a la vez complejos que no llegan a casi nadie; mientras que la diversión burguesa que en su día fuera la ópera ha cedido su testigo a los espectáculos mediáticos actuales que utilizando lo más efectivo de los recursos históricos domina la escena mundial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario