jueves, 24 de febrero de 2011

Análisis musical de Madrigales de Monteverdi

EN LOS ALBORES DE LA ÓPERA:
ANÁLISIS MUSICAL DE MADRIGALES DE MONTEVERDI
Prof. José Carlos Carmona
Texto para la conferencia del ciclo Música, Voz, Texto. Una introducción a la ópera desde la programación del Teatro de la Maestranza. Organizado por la Universidad de Sevilla, la Universidad Internacional de Andalucía y el Teatro de la Maestranza de Sevilla. 2 de diciembre de 2004.

A veces se habla de que Monteverdi está situado entre dos periodos que abarcan los cambios estéticos de los siglos XVI y XVII, pero en realidad no parece que él estuviera entre dos eras sino que él puso los basamentos de una época que habría de nacer con su impulso. Siendo un innovador, no fue, sin embargo, como lo señala Roger Tellart: un iconoclasta de los que hacen borrón y cuenta nueva con el patrimonio heredado. De hecho, el músico Monteverdi recuerda siempre el pasado, más allá de cualquier descubrimiento, y es solidario con su tiempo y con los progresos de la modernidad musical. Seguir la gloriosa carrera de Monteverdi significa entrar de lleno en la aventura de la música occidental, que vivía entonces una de las principales revoluciones de su historia, pues en menos de medio siglo el arte de los sonidos en Europa cambió completamente de aspecto “pasando de un concepto fuertemente ligado todavía al mundo medieval a un modus operandi de forma y espíritu totalmente modernos”.
En el origen de estas transformaciones decisivas se halla, sin duda, la evolución de las mentalidades, modeladas por un humanismo existencial que vuelve a situar al hombre en el centro de la naturaleza y el universo, pero plenamente vivo, sin falsos pudores ni complejos, partiendo de la Antigüedad y en armonía con la fe cristiana, que admite en todas las cosas la creación del Creador.
En este contexto, la música (una parte del ser humano) se vuelve hacia el hombre y redescubre al individuo, dando preferencia a la idea dramática y recurriendo a una amplia gama de sentimientos y afectos, de impulso vital y dionisíaco teñido de angustia metafísica.
A partir de ese momento, una de las prioridades de los compositores fue la de mantener relaciones retóricas nuevas con la palabra y su poder. En efecto, al verse implicados en el debate de las emociones que giraba en torno al inevitable conflicto amoroso, no podían menos de encontrar en su reflexión y su trabajo el importante problema de “cómo hablar con música”. Un problema, en realidad, bastante anterior, pues ya ocupaba el centro de la problemática polifónica del madrigal más de medio siglo antes del nacimiento de la ópera.
En este sentido, cuando el joven Monteverdi apareció en medio de las circunstancias de la época, el madrigal reinaba soberano en la escena de la música italiana, como un auténtico signo de identidad en el que se reconocía todo un pueblo. Por toda Italia se percibía el mismo rumor perturbado o melancólico, el mismo bordoneo de emociones o confesiones, las mismas miniaturas tiernas, casi siempre a cinco voces. Numerosos autores componían instantes de pura felicidad pastoral; madrigales destinados a las cortes vanguardistas de los Ferrara y de los Gonzaga en Mantua, entre otros. El género madrigalesco multiplicaba de esas distintas formas las variaciones (a veces festivas, a menudo llenas de aflicción) sobre la “guerra del amor”, cuyo cronista inspirado será por excelencia Monteverdi.
Nació el 15 de mayo de 1567 y siguiendo la práctica de la época, pasó por las escolanías y las capillas. Animado por su padre, médico y boticario con farmacia cerca del duomo, el pequeño Claudio recibió una formación completa con Ingegneri, sabio polifonista en la línea de Palestrina. El niño, miembro de la escuela de música de la catedral, se inició en la polifonía eclesiástica, en aquel stilo osservato convertido en Ars perfecta, imagen de una perfección formal, con sus reglas y figuras en contrapunto imitativo que los compositores franco-flamencos habían difundido por toda Europa.
Precisamente durante esos años de aprendizaje, el madrigal no dejó de acrecentar su dominio en el terreno profano, gracias a una polifonía cada vez más expresiva y liberada, en la que el presentimiento de una armonía ya “vertical”, basada en la noción de acorde, se asociaba al sentido de la ruptura cromática sobre ritmos que se hacían de buena gana cromáticos. En ellos hay a menudo una especie de esbozo de lo que será la declamación dramática introducida por los melodramatistas florentinos en los años finales del siglo XVI.
En 1582 (con 15 años) el Monteverdi adolescente que había aprendido también a tocar la viola, compuso una primera colección de Sacræ Canticulæ a tres voces, marcada por la influencia de Ingegneri. Le seguirán unos Madrigali spirituali y unas Canzonette profanas a 3 voces en las que se confirma su pericia, antes de la publicación del Primer y Segundo Libros de madrigales (1587 y 1590, con 20 y 23 años, respectivamente), que le hicieron destacar en su momento y fueron los auténticos inicios de su carrera pública.
A comienzos de la década de 1590 (con veintipocos años –no se conoce exactamente la fecha–), y gracias a la recomendación de un noble milanés, Monteverdi obtuvo un puesto en la fastuosa corte de Mantua, donde los Gonzaga lo acogieron como cantante y violinista. Allí el cremonés encuentra en el duque Vicente un patrono difícil, fantasioso y exigente, a quien le gusta imponer sus criterios a la capilla, confiada al excelentísimo Jacques de Wert, un flamenco totalmente italianizado. No obstante, bajo el impulso de este imprevisible príncipe, el medio resulta muy favorable tanto para la música como para las artes plásticas, y pintores y escritores hallan en la corte de Mantua protección y encargos, como es el caso de Rubens, que trabajará allí hacia 1603 ó 1605.
Lo primero que busca el duque Vicente en Monteverdi es al madrigalista. El Segundo Libro del compositor no era, ni de lejos, la obra de un principiante, y un cuadro de la naturaleza como Ecco mormorar l’onde, en el que el canto se convierte en “pintura con palabras”, según los mejores principios descriptivos defendidos por los virtuosi del género, le había dado fama de músico de un estilo llamémosle marenziano, donde la delicadeza de la expresión se une al encanto.

[AUDICIÓN de Ecco mormorar l’onde].
[ECCO MORMORAR L’ONDE

Ahora las olas murmuran
y las hojas tiemblan
en el aire de la mañana
como hacen los arbustos

y en las verdes ramas
los dulces pájaros
cantan gentilmente
y sonríe el oriente.

Ahora el alba ya aparece
y se refleja en el mar
dando luz al cielo
transformando el hielo en perlas
y dorando las altas colinas.

Oh bella y vaga aurora,
el aire es tu mensajero,
y tú del aire
traes alivio a los ardientes corazones.]

Pero en ese momento, bajo la presión de las circunstancias, la situación se transformó de manera radical en unos años decisivos para la evolución de la música. Paradójicamente, cuando parecía que el madrigal se hallaba en la cima de su carrera y su popularidad, los humanistas florentinos (escritores, músicos y filósofos) de la Camerata Bardi sometieron a juicio el propio concepto de madrigal. [EXPLICACIÓN: la Camerata Bardi se reunía para discutir los ideales de la Grecia antigua y de la renovación de la tragedia que, se suponía, debía ser cantada.] Para la Camerata, el contrapunto era el principal obstáculo de la sinceridad de expresión, de la emoción y de la elevación de los sentimientos. ¿Por qué había que obstinarse, se preguntaba Vincenzo Galilei (padre del astrónomo), en declinar polifónicamente los sentimientos de un personaje, “cuando los antiguos hacían vibrar las pasiones más vivas recurriendo al efecto exclusivo de una voz sostenida por la lira? Hay que renunciar al contrapunto y volver a la sencillez de la palabra”.
De esos ásperos debates críticos nació, en el preciso momento del cambio de siglo (octubre de 1600) el primer drama con música o melodrama: la Euridice de Jacopo Peri (gran maestro d’ armonía al servicio de los Médici) que, como un hito inaugural, abrió el inmenso camino futuro de la ópera. Se trata, sin duda, de la primera obra que, sirviéndose de la monodia expresiva y del estilo recitativo, sella la unión indefectible entre armonia y oratione, unión en la que la música parece responder de principio a fin a los deseos expresados por los reformadores, haciéndose humilde servidora de la palabra. Desde ese momento quedó puesta en tela de juicio la supremacía del madrigal, hasta el punto de que éste, influenciado por el nuevo proyecto de expresión lírica, cambió a su vez de piel y tendió hacia una polifonía de movimientos simplificada, vivificada por frecuentes incisos en el estilo parlando, con el fin de encontrar una inteligibilidad que ya no tenía, pues, como decía Emilio de’Cavalieri “cuando se pierde el sentido de las palabras, la música se hace fastidiosa”.
Por el momento, el objetivo de Monteverdi, nombrado en 1602 maestro de la capilla de Mantua, seguía siendo el de la causa madrigalesca. Además, volvió a practicar el género incluso en sus últimos años, pero enriqueciéndolo con todas las adquisiciones del nuevo madrigal y asignándole —a partir del Cuarto y Quinto Libros, en el último de los cuales impuso la utilización del bajo continuo obligado en las seis últimas piezas— una función de revelación expresiva. En otras palabras, fue un campo de experiencias en el que Monteverdi comprobó a su gusto recetas audaces y nuevas, pero sin renunciar a una denominación cómoda, incluso cuando ya se agotaron todos los recursos de la escritura a cappella en el camino de la monodia y el stile concertato.
El programa que Monteverdi aplicó de forma clara en Mantua, y luego en Venecia, consistió en someter de manera cada vez más rigurosa el neomadrigal al dominio de la palabra y al mundo de los sentimientos, de los affetti, pasando del contrapunto imitativo a 5 voces a las grande piezas concertantes, dramáticas y dinámicas del Octavo Libro, ese manifiesto del genio monteverdiano publicado en 1638.

Quinto Libro de madrigales
En este recorrido, el Quinto Libro de 1605 es un ejemplo que se sitúa en una encrucijada de caminos: reflejo del pasado y al mismo tiempo profeta del porvenir, un puente entre tradición y modernidad. Es cierto que su referencia formal sigue siendo la escritura a 5 voces, pero Monteverdi se entregó en él a una fusión cada vez más íntima del canto y la poesía, multiplicando las alusiones a esta segunda práctica musical [entendida como proceso hacia la sencillez y claridad en la composición], que él opuso al antiguo estilo, a la prima prattica [la antigua polifonía contrapuntística de, a veces, difícil comprensión] de los franco-flamencos. Más exactamente, siguiendo los pasos de los melodramatistas que acababan de hacer en Florencia que el drama hablara con música, Monteverdi iluminó la aventura madrigalista con una luz nueva, utilizando desde luego la pintura polifónica de las palabras, con el apoyo de figuralismos, tal como lo hicieron sus antecesores De Rore, Marenzio o De Wert, pero, sobre todo, ahondando cada vez más en el retrato amoroso y psicológico, y comprometiéndose a fondo en esa pintura textual, espejo siempre de aquel (o aquella) chi col canto parla.
[AUDICIÓN DE Te amo, vida mía

Te amo, vida mía
mi vida querida, me dice dulcemente;
y en esta sola, tan suave frase parece transformar alegremente su corazón, para hacerme dueño de él.
¡Oh, palabras de dulzura y de deleite!
Recógelas al vuelo, Amor, grábalas en mi pecho.
Que mi alma muera sólo por ellas.
Te amo vida mía.
Que sea mi vida.]

El Orfeo, los comienzos de la ópera
Monteverdi, músico reconocido y ya célebre, siguió estando en Mantua en la cuerda floja, expuesto a las impertinencias de un patrón imprevisible y avaricioso. Tras haberse casado con Claudia Cattaneo, hija de un músico de la corte, se debatió entre los problemas materiales y las preocupaciones económicas que el nacimiento de sus hijos no hizo sino acentuar con el paso de los años (pero en realidad ese miedo al mañana acabó convirtiéndose en algo casi obsesivo: incluso en Venecia, donde tuvo holgura económica).
Le quedaba el trabajo, la única distracción (a pesar de sus palabras: “el señor duque me ha hablado siempre sólo para que componga, nunca para darme alguna alegría que una lo útil y lo agradable”) que le hacía olvidar el carácter sombrío de la vida cotidiana y las inquietudes que le inspiraba la salud de su esposa. Ese trabajo era la realización de una obra de gran envergadura: el Orfeo, favola in musica (sobre un libreto de Alessandro Striggio) y primera ópera de la historia.
Vicente Gonzaga, pensando únicamente en la gloria de su familia, creyó poder triunfar sobre los Médici en su propio terreno al pedir a su maestro de capilla que pusiera música al mismo tema tratado por Peri en su Euridice. Estructuralmente, este Orfeo, representado el 24 de febrero de 1607 en una de las salas del palacio ducal, estaba bajo la influencia de los melodramas florentinos que celebraban el ideal neoplatónico renacentista. Pero el proyecto dramático era completamente distinto: se trataba verdaderamente de un dramma in musica, portador de vida y de unas imágenes en las que se reconoció desde el primer momento la nueva música. Ahí residía la profunda originalidad de la obra (que es al mismo tiempo paso obligado del Renacimiento al Barroco y memoria idealizada del pasado polifónico): a diferencia de lo que ocurría entre los florentinos (además de Peri estaba Caccini, autor de una Euridice plagiada lisa y llanamente de la primera), la mitología era vencida por la humanidad y la teatralidad sin artificio de los personajes. Desde ese punto de vista, el Orfeo alcanza de golpe un equilibrio milagroso entre canto y dicción por medio de un recitativo de excepcional plasticidad y un ritmo fundamental inspirado por la palabra, incluso utilizando instrumentos de una rica orquesta. La partitura se convirtió en un símbolo de inalterable belleza profana, mágica y alegórico al mismo tiempo (la música aparece como si se hallara saturada de signos), elude cualquier cuestionamiento y parece desafiar al tiempo.
Aquel acontecimiento causó también una fuerte impresión entre sus contemporáneos, hasta el punto de que, desde ese momento, se puede hablar de un irresistible “efecto Monteverdi”. Así, al día siguiente del estreno, el duque heredero Francesco Gonzaga escribió: “La obra se ha representado con tanto gusto que el señor duque no se ha contentado con estar presente y hacerla ensayar cientos de veces sino que ha dado enseguida orden de volverla a representar”. Por desgracia, ese mismo año, en septiembre de 1607, sólo siete meses después, murió su mujer, Claudia. A pesar de su dolor Monteverdi no podía pensar en hacer un alto. Se le ordenó que se entregara, a partir del otoño, a la tarea de preparar una trilogía escénica prevista para el próximo matrimonio del duque heredero, Francesco, con la princesa Margarita de Saboya. De aquella gran tarea, que le llevó, según sus propias palabras, “al borde de la muerte”, no nos ha llegado más que el inmortal Lamento, la única parte salvada de la ópera Arianna, y el Ballo delle Ingrate, divertimento que mezcla danza, mimo y canto según el modelo del ballet llamado “de Florencia”.
[AUDICIÓN DEL LAMENTO]
Gloria nacional en toda Italia, Monteverdi se sentía cada vez más incómodo en el estrecho entramado de intrigas que le rodeaba en Mantua, donde el duque envejecía pero no por ello se hacía más generoso. Deseoso de asegurarse su futuro volando hacia otros cielos, escribió una Misa para seis voces y unas Vísperas de la Virgen, acompañadas de concerti sacri para voces solistas, y partió en 1610 para presentárselas al papa Pablo V con la doble esperanza de obtener una beca para su hijo mayor Francesco y un cargo musical para sí mismo, al servicio de algún cardenal u otro alto personaje del Vaticano. Pero fue en vano. Pablo V, escandalizado por las opciones vanguardistas de la liturgia de las Vísperas (una obra que supuso un auténtico “laboratorio de modernidad”) no concedió el subsidio a Francesco ni hizo ninguna propuesta concreta a Claudio, quien regresó resignado a Mantua.
El final de la partida se precipitó poco tiempo después en la familia Gonzaga. El viejo duque murió en febrero de 1612 y le sucedió el duque Francesco, que en julio del mismo año despidió brutalmente a Monteverdi. Éste comentó tres años después: “Salí de la Serenísima corte de Mantua de manera tan desafortunada que, por Dios, tras veintiún años de servicio sólo me llevé veinticinco escudos”.
Afortunadamente la muerte del maestro de capilla de San Marcos, Giulio Cesare Martinengo, le proporcionó al fin el reconocimiento y la comodidad material en el escenario más prestigioso: Venecia. Tras ser convocado por los señores procuradores para que demostrara su competencia, el 19 de agosto de 1613 fue nombrado para el puesto, codiciado por los mejores músicos. A partir de ese momento comenzó un largo periodo de treinta años que según sus propias palabras fueron “los únicos verdaderamente felices de mi existencia”, como escribió mucho después.

Venecia
Ante todo, promoción social: en la Venecia que, a pesar de hallarse en decadencia económica, pero no política, hacía orgulloso alarde de su diferencia en una Italia dominada por España, Monteverdi se encontraba al frente de una de las capillas más importantes del momento y contaba entre sus alumnos a algunos destacados personajes del futuro Barroco veneciano, como Cavalli, Rovetta, etc… Su elevado salario hizo de él uno de los músicos mejor pagados de la época, en feliz contraste con Mantua, donde se veía obligado a reclamar incesantemente sus derechos y siempre se le pagaba con retraso. A esto se añadían todos los encargos de particulares: señores procuradores, ricas familias patricias como los Bambi, los Barberini, los Mocenigo (para quienes compuso Il Combattimento di Tancredi e Clorinda, apoteosis que fue del genere rappresentativo), etc… Por no hablar de las posibilidades de componer para el culto fuera de San Marcos, “como en ese oratorio del ilustrísimo señor Primicerio, donde –según sus palabras– todos los miércoles, viernes y domingos doy un concierto ante la mitad de la nobleza de la ciudad…”
Los últimos Libros de madrigales son testigos, hitos preciosos que permiten marcar el itinerario y los progresos de su creador (“prodigioso como artista y como persona”).
Es cierto que el Sexto Libro, de 1614, compuesto en realidad en Mantua, guarda aún relación con el gran estilo madrigalesco de las anteriores recopilaciones y con la pintura polifónica de las palabras (las Lagrime d’Amante y la adaptación del Lamento d’Arianna). Pero al mismo tiempo introducen con fuerza los profundos cambios que experimentaría el género bajo los golpes combinados de la monodia y el estilo concertante (muchas piezas llevan la indicación de concertata). Cinco años después llegó el Séptimo Libro, dominado sobre todo por esas experiencias únicas para voz sola en estilo representativo que son la Lettera y La partenza amorosa, además de la forma totalmente innovadora de los dúos con bajo continuo como O come sei gentile donde ya vemos que el tactus no domina el pulso rítmico adelantando lo que sería el Barroco.
[AUDICIÓN VII LIBRO]
O come sei gentile
¡Oh, tan amable eres,
querido pajarillo!
¡Y cuánto
se parece mi estado amoroso al tuyo!
Yo en prisión, tú en prisión;
tú cantas, yo canto;
para tu celador cantas,
yo canto para ella.
Pero en esto es diferente
mi suerte doliente:
te favorece el cantar;
vives cantando, yo cantando muero.

Las últimas obras
Tras un largo silencio de diecinueve años llegó, por fin, el logro del Octavo Libro de madrigales guerreros y amorosos, en el que figuran páginas a veces muy anteriores (por ejemplo, el Ballo delle Ingrate) y en el que presente y futuro se funden en una síntesis maravillosa. Este Octavo Libro, resumen del saber monteverdiano, a la altura de las grandes óperas venecianas que vendrán a continuación (El regreso de Ulises a su patria y La coronación de Popea) y de la Selva morale et spirituale de 1640, en el apartado de música religiosa, es un inventario y un cuestionamiento de todas las formas de canto nacidas del estilo moderno a comienzos del siglo (del recitativo a los grandes coros concertantes, divididos entre el contrapunto y la declamación homofónica). Lo que no impide a su autor hacer, en pleno derroche melódico de monodias acompañadas, como un acto de memoria enfrentando los ideales de un modo de componer vuelto, por así decir, hacia el pasado (la escritura polifónica vestida según el gusto del día) y los afectos de la sensibilidad contemporánea. Un trabajo de comparación que es también el fruto de una reflexión distanciada sobre el acto de la modernidad en música y que hace de esta colección el “escaparate” de un arte inaudito, anclado en el siglo (hasta el punto de hacerse eco de la ópera del momento) y, al mismo tiempo, representativo de un patrimonio estilizado, eternizado.
El prólogo del VIII Libro, muy importante, nos explica cómo Monteverdi, guiado por Platón, ha llegado a definir tres maneras o “humores” expresivos en el manejo del discurso musical: la manera concitata (animada), para pintar los sentimientos extremos y los ritmos vehementes de la guerra del amor; la manera molle (suave), para celebrar la serenidad y la tierna voluptuosidad; y el modo temperato (moderado), apropiado para expresar la petición, la plegaria. En esta búsqueda, el elemento teatral se concibe siempre como una finalidad que culmina en el aspecto representativo del Combate de Tancredo y Clorinda, “ese canto nunca visto ni oído”. El término implica una acción escénica o, a falta de ella, nos invita a seguir con el pensamiento un espectáculo nacido exclusivamente del dramatismo de la música.
[AUDICIÓN:
Vago augelletto, che cantando vai
Bello pájaro que cantando vas
o llorando tu tiempo pasado,
viendo la noche y el invierno caer sobre ti,
y cargando los días y los meses alegres a tu espalda,
si supieras cuán parecidos a tus tristes afanes
es mi estado,
vendrías a visitar a este corazón desconsolado
para compartir nuestro dolor.]

De esta combinación de modos y géneros (pues Monteverdi, buen psicólogo, no dudó en mezclar los ambientes y los decorados, para que el oyente acuda a buscar en los Canti amorosi pasiones que, en principio, se exigirían a los madrigales guerreros) nace una música total de una salud insolente, que palpita apasionada al tempo de la naturaleza humana, habitada por sus alegrías y también por sus sufrimientos. Una música que, guiada por la ley de las “imitaciones”, irradia una juventud inalterable y que no concluye con un adiós, sino que se abre ampliamente a las formas futuras, dejando precisamente el viejo madrigal allí donde comienza el aria virtuosa o la cantata, en una exuberancia casi shakespeariana, muy adecuada para revelar “toda la gama de la vivencia humana”.
Acabamos de evocar a Shakespeare. Es un paralelismo que se impone con más claridad todavía en relación con las grandes óperas del periodo final. (En este sentido, hay que lamentar que gran parte de la producción escénica compuesta para los Gonzaga fue destruida en el saqueo de la ciudad por las tropas imperiales en 1630). Lo esencial de L’ Incoronazione está en el soplo de libertad que respira ese modelo de ópera histórica en la que drama y farsa se cruzan en un paisaje que no habría desautorizado el gran isabelino. La música, sobre un magnífico libreto de Busenello cuajado de rumores y furores, está atravesada por un gemido incontenible en la pasión, la ironía o el duelo (muerte de Séneca). Pero sobre todo ilustra de manera ejemplar las teorías del arte escénico monteverdiano, como si en el ocaso de su larga existencia volviera a encontrar el primer impulso de su juventud para cantar al amor y sus vértigos, al margen de cualquier consideración “moral”. Se trata de un principio vital para la ópera que Mozart, por citar sólo a él, procuró no olvidar y que, más cerca de nosotros, volvieron a encontrar el Debussy de Pelléas (singular punto de encuentro con el Orfeo) y, sobre todo, el Berg de Wozzeck y Lulu, ese otro canto de amor fatal cercano, a menudo, a L’Incoronazione tanto en su disposición estructural como en la intensificación de las situaciones de paroxismo. Sin olvidar que, mediante su irreductible vinculación con la oratione, Monteverdi se solidariza con la totalidad de la aventura lírica occidental, llevado (y en eso consiste su genial paradoja) por la magia de una música que no cesa de ser al mismo tiempo sierva (el viejo designio de los florentinos) y señora de las palabras.

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