miércoles, 23 de febrero de 2011

EL DEBATE SOBRE EL COLOR “AUTÉNTICO” EN LA MÚSICA HISTÓRICA

José Carlos Carmona
Director de Orquesta y
Profesor de la Universidad de Sevilla

A partir de la década de los 60 comenzó una enorme renovación en el mundo de la interpretación musical de la mano del movimiento de la Aufführungs-Praxis (Interpretación históricamente basada) o Movimiento “históricamente informado”, según Christopher Hogwood, que llevó a muchos intérpretes a comprender su oficio como el de reconstructores no ya de obras del pasado sino también de los sonidos con que esas obras sonaron en el pasado. Hasta ese momento, quizás de una manera muy inconsciente, se comprendía que la esencia que había que traspasar de generación en generación no era la del sonido original sino la propia construcción de la obra: sus melodías, sus armonías, sus texturas, sus estructuras, sus ritmos, sus dinámicas, pero quizás se olvidaba (en pos de un alocado progreso que abarcaba todas las áreas de la vida social y cultural) el más básico de los elementos que configura a cualquier obra musical: el color, su timbre. Y es verdad que podíamos oír, v. gr., los conciertos de Brandemburgo de Johann Sebastian Bach con sus melodías, armonías, texturas, estructuras y ritmos intactos, pero ¿era ese el color orquestal que se pudo escuchar en su época? ¿Cómo eran esos sonidos?, ¿cuál era su calidad? "La calidad del sonido que pudo haber salido de los instrumentos originales en su apogeo, este es el auténtico quid de todo el movimiento de la autenticidad y núcleo de muchos desacuerdos" (Lang 1997, 240). De este movimiento en busca de los colores originales comenzaron a surgir interpretaciones en conciertos y en grabaciones que se enfrentaron coetáneamente (y siguen enfrentándose) con la tradicional forma de interpretar que daba la prioridad a los avances técnicos de los instrumentos y formas de emisión del sonido en lo que respecta a la búsqueda del timbre. El público de conciertos, los oyentes de música culta y los estudiosos y estudiantes de estas disciplinas asistieron a este choque de mentalidades (visiones de un todo) no de manera neutra sino implicándose y tomando posición sobre uno u otro estilos de interpretar. Podríamos decir sin miedo a equivocarnos que este ha sido El Gran Debate Musical (la gran Querelle) del final del siglo XX en el mundo de la música culta. Interpretación historicista versus interpretación tradicional (donde los “tradicionales” eran –como ocurre en muchas otras parcelas de la realidad social– los antiguos progresistas, puesto que se entregaron en su día y se siguen entregando a los progresos de las técnicas de producción de los sonidos por los instrumentos y por la voz, donde el “progreso”, por lo general, implica: mayor potencia de sonido, más facilidad en la ejecución y mayor virtuosismo).
El crítico musical Neal Zaslaw nos cuenta cómo empezó todo este proceso: "En 1969 se vivió un momento revelador con la aparición de una grabación de la Misa en si menor de Bach, interpretada por el grupo vienés de música antigua Concentus Musicus de Nikolaus Harnoncourt. [...] La interpretación tenía un sonido ligero, brillante, veloz: ¡casi sonaba a rock! Recuerdo que fue atacada con contundencia por Paul Henry Lang (de quien hablaremos bastante en este trabajo), que en aquel momento supervisaba las fases finales de mi tesis doctoral. Lang era [...] el principal crítico musical del Herald Tribune de Nueva York y autor de un libro magistral titulado Music in Western Civilization, además del primer profesor de musicología de la universidad de Columbia. «¡Esto es inaceptable!», rugía. «Han privado de su monumentalidad a la obra maestra de Bach. Y, además», añadía, «no es posible tocar esos viejos instrumentos de viento bien afinados». Al decirle yo lo más educadamente posible que aquellos viejos instrumentos de viento me parecían bastante bien afinados, me replicó que eso hacía aún más escandalosas las transgresiones de la grabación pues, si estaban afinados, «la gente podía tomarlo en serio» (Neal Zaslaw. Early Music. Londres, febrero 2001)" (Goldberg nº 15, 22).
En el libro del desquite (¡casi 30 años después!), el profesor de la Universidad de Columbia Paul Henry Lang, sosegado por el tiempo y asumido el imparable éxito de lo que entonces comenzó como una pose estilística, sigue, elegantemente, sin dar del todo su brazo a torcer: "El uso de instrumentos originales dentro de ciertos límites está completamente justificado; pueden ser deliciosos e ilustrativos pero no pueden utilizarse en música antigua indiscriminadamente. Tienen timbres diferentes de aquellos a los que estamos acostumbrados, pero en muchos casos su sonido más transparente y delicado permite oír su voz con mucha mayor claridad de la que es posible con los instrumentos modernos. Los proponentes de su uso exclusivo, sin embargo, tienden a hacer hincapié en estas ventajas aunque rara vez tratan los inconvenientes. Estamos dispuestos a plantear el tema de los límites en oposición a la optimización pero ¿cómo podemos elegir a la vista de las condiciones históricas, artísticas y socioculturales? Sea cual sea nuestra decisión, siempre será discutida" (Lang 1997, 243). "Los ejecutantes de hoy día –sigue diciendo el profesor Lang– [...] se encuentran en un doble peligro, porque si son partisanos dóciles y aceptan y llevan a cabo los adornos de acuerdo estrictamente con el «libro» puede que sólo se ganen el aplauso de sus correligionarios; y si afirman su propia musicalidad y cortan y escogen, pueden verse denunciados como inconformistas" (Lang 1997, 268).
Como vemos, la polémica sigue estando servida desde entonces y aún hoy no se ha diluido parte de su virulencia.
Este trabajo pretende mostrar los elementos argumentales fundamentales que han sostenido cada una de las posturas encontradas con referencia a qué color deben producir los intérpretes actuales para mostrar una música del pasado.
Ni que decir tiene que no nos preocupa en este ensayo estudiar los distintos tipos de interpretación por periodos históricos y escuelas, lo que importa para esta investigación es el aspecto abstracto de toma de decisiones con relación a qué criterios son considerados los idóneos para llevar a cabo la lectura y ejecución de una partitura.
El problema que subyace, como se verá in extenso, es el de la búsqueda de la verdad en el arte, la verdad de lo histórico, la función del intérprete y el propio concepto de interpretación (en sus dos vertientes: la primariamente musical de ejecución, y la de comprensión de lo heredado, que casi siempre son indisociables). Las opiniones de afamados intérpretes, compositores, críticos musicales, musicólogos y pensadores, nos abrirán líneas para la reflexión sobre estos temas, pistas que, sin embargo, no serán –como es habitual– respuestas concluyentes sobre la cuestión del color de las obras musicales históricas. Esta reflexión, sin embargo, nos ayudará a comprender la dificultad de entender lo legado y, por ende, nos ayudará a saber más quiénes somos.

Antoine Hennion, profesor de Investigación en el Centro de Sociología de la Innovación de la École National des Mines de París, platea la cuestión y el debate directamente: “¿Cómo hay que tocar la música de antaño? […] Los protagonistas se echan en cara definiciones de la verdad. La respuesta musicológica sostiene aproximadamente este lenguaje: el trabajo arqueológico realizado por los musicólogos nos permite, a partir de ahora, poseer un buen conocimiento de la manera en la que esas músicas eran tocadas en su época, indicando, si no lo que hay que hacer, al menos sí lo que no hay que hacer, y del espíritu general de una interpretación auténtica, definida por la obediencia a las fuentes históricas –hay que tocar ‘como se tocaba en la época’–, incluso si se trata de un ideal, y se insiste en el hecho de que se deja a la iniciativa del intérprete actual un amplio espacio” (Hennion, 1993, 31). “Para los ‘antiguos’ el argumento es el de la exactitud o, más solemnemente, el de la ‘autenticidad’ histórica y museológica” (Hennion, 1993, 53). El contraargumento modernista, por su parte, plantea: nos encontramos en el siglo XX, el gusto ha cambiado, los instrumentos han mejorado, ya no tenemos ni el oído ni la sensibilidad de un Marqués de Versalles; la verdad de la música de Bach no reside en una ilusoria fidelidad a su origen histórico, sino en su capacidad para ser reinterpretada con nuestros instrumentos y nuestras técnicas modernas” (Hennion, 1993, 31). “Para los ‘modernos’ (continuamos llamando así a los defensores de la interpretación con instrumentos modernos) el argumento último es el del placer, combinado con la idea de un progreso, si no en el arte mismo en sus medios e instrumentos. O sea: 1. ‘Lo importante es que eso me guste. ¿Qué importancia tienen los tratados, si yo prefiero oír cantar a Kathleen Ferrier más que a un falsete endeble?’; y 2. ‘Nuestros instrumentos son mejores, más potentes y precisos; si Bach los hubiera conocido, habría tocado con ellos –por otra parte, él no dejó de transcribir–. ¿Por qué no aprovechar el progreso, como sin duda habría hecho él mismo?’ (Hennion, 1993, 53)
Para que aclaremos un poco qué posiciones técnicas defendió en su momento cada parte de este conflicto, diremos con Lang que "las premisas del movimiento de la autenticidad son, sin más, que los hechos y las figuras relativas a la interpretación de la música antigua deben investigarse, confrontarse, coordinarse y reunirse en un sistema lógico, global y unificado, sobre la base de lo que pueda saberse de las interpretaciones históricamente auténticas (Lang 1997, 212). Y las claves de las interpretaciones no historicistas las podemos resumir, con Hennion en su libro La Pasión Musical, en: “sus tempos lentos, sus notas iguales (interpretación binaria, en el sentido moderno), ornamentaciones facultativas y raras, aparte del trino (precisamente no utilizado en el siglo XVIII en Francia), su vibrato unido, su ejecución ligada y continua, por no hablar de los instrumentos, su repartición y la sonoridad orquestal resultante, de sus arcos, lengüetas o sistemas de llaves, e incluso del diapasón, el mismo temperamento, los efectivos de los conjuntos instrumentales o los coros, los matices y la dinámica, la distribución de las partes vocales, etc.” (Hennion, 1993, 49). “Todo sucede” –termina diciendo con ironía el crítico musical– “¡como si la interpretación ‘moderna’ hubiera realizado metódicamente lo contrario de lo que iban a pregonar los teóricos de la interpretación Barroca!” (Hennion, 1993, 49). De lo que podemos colegir, que todo este proceso más bien parece un movimiento pendular creador de nuevas modas (y, por lo tanto, de nuevos objetos de consumo) que un encuentro sorprendente con la verdad musical extraviada.
Todo proceso de creación de un discurso musical que conlleve la pretensión de ser mostrada al público describe un itinerario que desdibuja las posibilidades reales de reconstrucción auténtica. Pierre Boulez lo denomina “circuito autor-intérprete” y conlleva las siguientes fases:
“A) el compositor genera una estructura y la cifra;
B) la cifra en una clave codificada;
C) el intérprete descifra esta clave codificada;
D) según esta decodificación, restituye la estructura que le ha sido transmitida.
“Se ve que en esta acción de cifrado codificado y de decodificación reside todo el juego de la notación, todas las posibilidades que de él se pueden obtener, y es evidente que este cifrado ya actúa en la composición misma y puede modificar su curso. Cuando se habla de estructura, y luego de codificación, hablo de estructura de conjunto y de codificación local, porque la estructura local y la codificación local intervienen en la misma operación mental. No puedo generar abstractamente un objeto local, una estructura local; por más elementalmente que la piense, ya estoy obligado a codificarla para poder transmitirla (en suma, rol alfabético que está igualmente llamado a desempeñar); por lo tanto, cuanto más prosigo la elaboración de las estructuras locales, tanto más entra en acción la codificación, tanta mayor importancia adquiere.
“Hasta tal punto” –continúa Boulez– “que en la generación precedente, un Stravinsky, por ejemplo, ha dedicado toda su atención a una codificación precisa que hace que el intérprete restituya el mensaje tan exactamente como le ha sido transmitido en un comienzo. En la música de la época romántica, por el contrario, la codificación era muy laxa; el intérprete podía interpretar el mensaje, pues la codificación no le daba ¾y no tenía por finalidad darle¾ elementos suficientes para una información extremadamente precisa, y por lo tanto, restituía el mensaje con un margen más o menos aproximativo. Vemos entonces que la trayectoria histórica ha consistido en descubrir claves cada vez más ceñidas que codifiquen con un alto grado de precisión el mensaje a transmitir.
“Aclaro que una codificación puede ser voluntariamente ambigua, de parte del compositor, pero que esta ambigüedad ¾siempre según las directivas del compositor¾ puede ser sentida por el intérprete, o bien, al contrario, actuar sobre él. En el primer caso hay un juego consentido, sobre la codificación, entre el autor y el intérprete; el intérprete restituye conscientemente sobre mensajes previstos por el autor: la codificación es una complicidad. En el segundo caso, el autor sabe que su codificación sobrepasa la posibilidad de desciframiento del intérprete, y por ende, que el intérprete le entregará de una manera defectuosa el mensaje transmitido. Pero el intérprete está simplemente colocado frente a la dificultad de esta decodificación y debe aplicarse a transmitir el mensaje lo más fielmente posible; dicho de otro modo: el margen de error dentro del cual debe operar es cada vez más restringido; existirá siempre, pero no se lo puede reducir a cero. (Boulez 1981, 71-72).
Vemos de esta manera, que, asumida la necesidad del intérprete, hemos de reflexionar en torno a la comprensión del propio problema de qué sea interpretar y que, por tanto, las cuestiones musicales –qué criterios musicales usar en la ejecución de una obra– nos desvían hacia temas de corte más filosóficos, donde necesitamos un tipo de opinión más abstracta y menos musical.
"En torno a finales del siglo XIX –nos dice Lang, que comprende también la necesidad de rebuscar en campos paralelos– [los ‘modernos eruditos de la música’ –así les llama–] tomaron de la teología un tipo de exégesis llamado hermenéutica que aplicaron al análisis musical" (Lang 1997, 276). Es este campo hacia el que debemos dirigir nuestros pasos para la comprensión de todo este fenómeno, y Gadamer nos lo confirma en Verdad y Método: “Cualquier obra de arte tiene que ser comprendida en el mismo sentido en que hay que comprender todo texto. [...] La estética debe subsumirse en la hermenéutica. Y a la inversa, la hermenéutica tiene que determinarse en su conjunto, de manera que haga justicia a la experiencia del arte. La comprensión debe entenderse como parte de un acontecer de sentido en el que se forma y concluye el sentido de todo enunciado” (Gadamer, 1960, 217). “Para Dilthey –nos sigue diciendo el profesor de Marburg– toda comprensión de sentido es ‘una retraducción de las objetivaciones de la vida a la vitalidad espiritual de la que han surgido” (Gadamer, 1960, 102).
Por lo tanto, todo texto –incluso el musical– ha de ser comprendido. Para Schleiermacher el punto de partida es “la incomprensión, la extrañeza, la oscuridad del texto y del interlocutor; partiendo de esta extrañeza, la interpretación debe establecer la comprensión, superando la incomprensión inicial que separa a seres distintos” (Ferraris 1988, 126). Así lo entiende también Adorno: "La necesidad que tienen las obras de ser interpretadas al igual que el alumbramiento de su contenido de verdad son el estigma de su constitutiva insuficiencia" (1970, 172). Esa insuficiencia sólo se puede paliar con decisiones que obligatoriamente tienen la necesidad de ser históricas. “El interpretar “va de” decisiones históricas y existenciales de sujetos y de comunidades”, como nos dice el Catedrático de Estética de la Universidad de Turín Maurizio Ferraris (1988, 11), esas decisiones están sujetas, como dice Alessandro Baricco, a “infinitas variables”: "Lo que ha condenado el mundo de la música a un eterno complejo de culpa que es extraño a las otras regiones del arte es que se teme constantemente traicionar el original porque se tiene el sentimiento de que es una manera de perderlo para siempre" (Baricco 1992, 33). En este sentido, el clavecinista y director musical holandés Bob Van Asperen nos pone un ejemplo de la imposibilidad de la fidelidad: “Al comenzar una interpretación de La Pasión según San Mateo, quedan excluidas muchas posibilidades (de color, ritmo, movimiento, cadencia, etc.)”. Y a renglón seguido nos da un consejo: “No obstante, quien se ocupe del arte debe asumir que vive en un territorio lleno de errores. Es algo así como conducir un vehículo: nunca se hace de forma completamente recta, se gira constantemente, aunque el resultado pueda ser magnífico”. (en Goldberg 1; 56. 1997)
Parecen razonables todas estas muestras de la dificultad que conlleva la fidelidad con el original; no obstante, en este trabajo se mostrarán los argumentos que cada sector de la controversia ha blandido.
Hay que reconocer que en estos casi treinta años de controversia las posturas han pasado por distintos estadios de virulencia. “La música antigua” –nos dice el viola gambista Vittorio Ghielmi– tuvo una grandísima fuerza de renovación entre los años 60 y 80, con los grandes de la hoy llamada ‘primera generación’, como Harnoncourt y Leohnardt. Luego hubo una segunda generación que se encargó de limpiar el trabajo que a nivel de concepción ellos habían realizado y que vino 15 años después con Il Giardino Armonico entre otros” (en Goldberg, nº 27, 78). En todo este proceso, la música antigua ha dejado de tener ese espíritu revolucionario del comienzo para tornarse en un movimiento “peligrosamente dogmático”, como nos dice Ghielmi. “Hoy en día, en las escuelas de música antigua se enseña un esquema que es tan rígido como el que se quería romper” (en Goldberg, nº 27, 78). Y, paradójicamente, a mayor dogmatismo, menor curiosidad por las raíces de esa posición técnica y estética. Así nos lo refiere el clavecinista, organista y director de The Ámsterdam Baroque Orchestra & Choir, Ton Koopman: “Realmente no hay sustituto de lo que es auténtico: utilizar instrumentos barrocos o buenas copias. Pero no basta con tocar con instrumentos correctos o con tocarlos bien. En los últimos cuarenta años la manera de tocar estos instrumentos ha progresado enormemente (al menos ha progresado la técnica), pero ha disminuido el interés por saber por qué los utilizamos. En los años 60 y 70, cuando estudié con Leonhardt, todos los estudiantes estaban interesados en leer tratados y en examinar las fuentes originales: estaban ansiosos por saberlo todo. Pero en la actualidad me doy cuenta de que muchos de los mejores intérpretes están cada día menos interesados en las fuentes. Grandes músicos como Harnoncourt, Leonhardt, Brüggen, y otros como yo, hemos hecho descubrimientos importantes, y los músicos jóvenes parecen satisfechos de confiar en esos descubrimientos. Ellos se van y hacen música, confiando en lo que las generaciones anteriores les han enseñado. Muchas veces no se molestan en realizar sus propias investigaciones. Creo que esto es peligroso porque, si estamos equivocados, la próxima generación debería hallar nuestros errores y corregirlos” (en Goldberg, nº 24, 45). “El aspecto negativo en el mundo actual de la música antigua” –continúa diciendo– es cuando alguien hace algo y otros lo dan por supuesto y hacen lo mismo sin cuestionarlo” (Koopman en Goldberg, nº 24, 48).
Como vemos, todo este proceso ha navegado en un vaivén de posiciones, primero muy encontradas entre sí, y después más desleídas al perder fundamentación teórica y al percibir algunos instrumentistas importantes en otros compañeros o escuelas ese dogmatismo del que antes hablábamos que parecía sustentarse en cuestiones más psicológicas (o comerciales) que en razones histórico-estéticas. A todo esto habría que añadir un incontrolable espíritu de libertad en los últimos intérpretes historicistas.
Todo este devenir ha sido bien explicado por Antoine Hennion en su antes mencionada obra La pasión musical: “La nueva disputa de los antiguos y los modernos evoluciona según el modelo militar de una guerra de posiciones en la que las fortificaciones de su campo van cediendo una por una, obligándoles a un repliegue continuo. De forma característica, su argumentación pasa poco a poco de la objetividad tranquila de una razón segura de sí misma a la afirmación agresiva de una subjetividad arbitraria. Los pasos seguidos han sido los siguientes: 1). Posición de partida: todo es falso (en el sentido de la inexactitud musicológica de las exigencias reivindicadas por los barroquistas; es extremadamente controvertido; y las últimas afirmaciones de los musicólogos serán pronto desmentidas por los sucesores –argumentación desarrollada por Boulez–). 2). A continuación, cuando los textos se han vuelto demasiado presentes como para no ser tenidos en cuenta, se produce un repliegue sobre la búsqueda del espíritu de las obras, más que el precedente de la literalidad, y se potencia una hábil utilización del grado de libertad dejado a los intérpretes por esas músicas para no obedecerlas. 3). Un determinado grupo de intérpretes […] trabaja entre ambos campos, reconociendo ciertos puntos aislados para limitar ahí la reinterpretación. Y 4). Por fin, el argumento del placer personal ha reemplaza la polémica musicológica; placer reivindicado, como un desafío herético frente a la ingenuidad de los inquisidores de la nueva ortodoxia, sabios pegados a sus manuscritos y sordos a la música, que pretendían establecer por la autoridad de los viejos tratados la única manera de amar la música” (Hennion, 1993, 59 y 60).
Estas son las bases del debate, sus orígenes, sus posturas, el proceso por el que todo esto ha pasado. Pero la polémica en sí no ha sido baladí para el campo del pensamiento estético porque de estos treinta años de enfrentamientos ha quedado señera y firme una cuestión: ¿cuál ha de ser el papel de los intérpretes ante la reconstrucción de una pieza musical?
En los dos siguientes apartados vamos a estudiar en profundidad cuáles han sido los argumentos de cada una de las partes: los que están a favor de ser reconstructores fieles del original tal como se oyó y tocó en su época, sobre todo en el color (en los otros parámetros siempre ha habido un consenso bastante generalizado); y los que entienden que las obras no siempre se deben ejecutar de similar manera o que deben estar al servicio del intérprete o que tienen un espíritu propio.


A) A FAVOR DE LA RECONSTRUCCIÓN FIEL DEL ORIGINAL TAL CÓMO SE TOCÓ Y OYÓ EN SU ÉPOCA
"A mi juicio” –dice Nikolaus Harnoncourt (2001, 25), el pionero de la interpretación con instrumentos originales– “debemos hacer todo lo posible para volver a interpretar esta música de una forma que se acerque el máximo a la original". "El músico actual debería preguntarse si no hay otra posibilidad de ahondar de una forma seria en las obras de Bach que no sea ejecutándolas con el estilo y los medios del Romanticismo tardío. Parece absurdo que en la actualidad (en el último tercio del siglo XX), queramos interpretar y escuchar una obra de 1729 con el espíritu y los medios sonoros de 1870" (Harnoncourt, 2001, 109-110), refiriéndose al espíritu Romántico que ha influenciado el estilo interpretativo hasta la década de los 70 y aún hoy influye en las grandes orquestas del mundo.
No ha sido, como vemos, hasta 2001, cuando Nikolaus Harnoncourt ha salido a la palestra teórica para defender lo que en los años 60 fueron unos postulados balbuceantes. No ha justificado en demasía su opción por la interpretación historicista porque ahora pasa por un periodo de entrega a otros periodos de la música histórica que le están reportando otras satisfacciones, pero sí lo suficiente como para que conozcamos esos principios básicos sobre los que se elaboró esta construcción.
Como buen músico, debió darse cuenta muy pronto de que el avance técnico que vivieron los instrumentos en el siglo XIX y el aumento de los tamaños de las orquestas modificaba no sólo su resultado tímbrico sino también el propio discurrir de los tempi de las obras, y, de ahí, su fraseo, el equilibrio de sus voces y el resultado definitivo en general. Si J. S. Bach, por ejemplo, utilizaba tres trompetas en su Misa en si menor, y las trompetas habían evolucionado desde la época del Maestro de Leipzig, y su sonoridad, por tanto, había crecido y se había ampliado, esto suponía que para mantener el equilibrio de las voces de la orquesta, la cuerda de violines, por ejemplo, debía crecer a su vez en tamaño y aunque técnicamente todos los instrumentos de cuerda se habían perfeccionado, la sonoridad de ellos no había crecido en intensidad en igual medida que los de viento metal. De ahí que la única manera de equilibrar las sonoridades fuera ampliar el número de instrumentistas de cuerda en la orquesta. La consecuencia de ello era, obviamente, que todo ese enorme conjunto con su poderosa sonoridad taparía a un cantante solista que cantara con la técnica de la época de Bach (y por su puesto la voz de un niño). Como resultado de esto, las técnicas de canto tuvieron que evolucionar para equilibrarse con el volumen de la orquesta; y los coros tuvieron que ampliar su número. "Con el lastre de la doble tradición interpretativa –la del siglo XIX y la de la época de Bach–, en las representaciones actuales” –nos dice Harnoncourt (2001, 242)– “nos encontramos ante grandes dificultades. Es probable que el equilibrio correcto sólo pueda obtenerse con el aparato histórico". “Los mismos instrumentos te enseñan mucho” –nos dice Koopman–. “Las limitaciones de los instrumentos Barrocos que son tocados en diferentes tonalidades (como las tonalidades más tapadas o abiertas del oboe Barroco) te enseñan cosas y no sólo sobre técnicas de ejecución” (Koopman en Goldberg, nº 24, 2003. 46).
Cuando toda esta evolución se había consumado, una cantata de J. S. Bach requería una orquesta y coros enormes y unos cantantes con una técnica y color en nada parecido a los originales, y por ello, aunque se tocaran y cantaran las mismas notas, el resultado era totalmente distinto, los tempi se verían afectados por el peso de la orquesta; y el escenario y, por tanto, el aforo de oyentes sería distinto. A todo esto habría que sumarle el cambio en la funcionalidad de la obra de arte: de ser una música hecha para un templo cristiano, elaborada pensando en ser partícipe de un oficio religioso, a convertirse en un espectáculo meramente artístico para entretener a una clase social determinada.
Por todo esto, el planteamiento de Nikolaus Harnoncourt partía de una base correcta.
Si volvían a instrumentos de viento metal con poca sonoridad y a pequeñas agrupaciones de cuerda que tocaran con cuerdas de tripa y arcos más pequeños, los solistas vocales podrían desarrollar sus agilidades en unos tempi más ligeros y con unas cualidades vocales menos exigentes en cuanto a volumen. Los niños podrían volver a ser solistas; y el color resultante se parecería mucho más al original.
Todo este proceso acarreaba una ventaja muy positiva: sería más rentable económicamente. De una orquesta y coro de 170 componentes en total, se podría pasar en la misma obra a no más de 25 personas (se ha interpretado y grabado la Misa en si menor y la Pasión según San Mateo con un cantante por voz del coro, con resultados absolutamente correctos).
A partir de estos datos, las referencias históricas que defienden la búsqueda de lo original como un derecho de los oyentes o razones similares, aún siendo interesantes y respetables, pueden ser sólo excusas. Las razones técnicas y las comerciales se imponen a las demás. Y estas últimas en especial, porque la industria del disco percibió en este nuevo paradigma interpretativo la posibilidad de renovar todas las colecciones de discos de los melómanos del mundo.
Harnoncourt, en su libro El diálogo musical nos da argumentos basados en los deseos del propio compositor para justificar las versiones que buscan parecerse a sus orígenes: "Siempre se comenta lo mucho que tuvo que luchar Bach contra la insuficiencia de medios para sus representaciones en Leipzig, y que hoy esas insuficiencias no deberían repetirse intentando llevar a cabo una interpretación 'fiel al original'. [En dicha carta Bach se queja de que los pocos cantantes e instrumentistas que tiene y lo mal pagados que están. La carta termina diciendo: “…Actualmente, entre los internos, hay diecisiete individuos capaces, veinte que aún no lo son y diecisiete que nunca lo serán”]. La carta de Bach al concejo de Leipzig, 'recomendación corta, si bien de gran necesidad para una música eclesiástica bien provista', es un documento de veras conmovedor, pero no porque Bach tuviera que contentarse con medios tan lamentables, sino porque sólo con enormes dificultades lograba reunir un conjunto insignificante para los cánones actuales. De ningún modo ofrece la impresión de que hubiese preferido tener más músicos o más cantantes de los que pedía, pero es evidente que a ésos los necesitaba de verdad" (Harnoncourt, 2001, 110). Más allá de la justificación que Harnoncourt encuentra en esta carta del propio Bach, la importancia de que traiga a colación esta cita estriba en la idea de que lo importante es acercarse a las fuentes históricas para saber cómo se hizo o cómo quiso hacerlo el autor, dejando de lado otras consideraciones.
Ya Leonard B. Meyer antes de los comienzos de este movimiento interpretativo, y desde Estados Unidos, nos llamaba la atención sobre la importancia del entorno para conocer la esencia de las obras: “El significado y la comunicación no pueden separarse del contexto cultural en el que se originan, porque no pueden darse fuera de una situación social. La comprensión de los presupuestos culturales y estilísticos de una pieza es absolutamente esencial para el análisis de su significado" (Meyer, 1956, 20). Pero la comprensión es una cosa y la ejecución otra bien distinta. Aunque aquí podría entenderse que es necesaria llevar al oyente la versión más semejante a la realizada en su momento para que también sea el propio público actual quien la comprenda en su contexto histórico. Como dice Beaussant: “Lo que ha presidido la nueva relación […] entre los intérpretes y la música antigua no es fundamentalmente la voluntad de recuperar la autenticidad histórica, sino que algunos han ido a la búsqueda del sonido perdido’, [para] comunicar con la música de una época, no sólo por las formas que nos ha transmitido, sino a través del sonido que esa música producía (Beaussant, 1988, págs. 16-17) (la cursiva es del autor]” (Cit. en Hennion, 1993. 29).
La utilización del piano para interpretar la música del Barroco es uno de los asuntos paradigmáticos en toda esta polémica. Los intérpretes, por lo general se preguntan si a los compositores les hubiera agradado escuchar sus composiciones de clave en el piano; pero lo que es indiscutible para los defensores de la interpretación historicista es que de esa manera no se escuchó en su época, y si queremos reconstruir el pasado debemos hacerlo con los instrumentos originales. Ya suscribía esto Ferguson en 1975: "Lo ideal sería que esta música se interpretara en aquellos instrumentos para los que fue escrita" (Ferguson, 1975, 167). "Algo que me resulta insoportable a flor de piel –dice Alessandrini– es que se toque a Mozart con un piano moderno. ¡Es como un traje diez tallas más grande!" (Alessandrini en Goldberg nº 17, 2001. 50).
El clavecinista holandés Bob Van Asperen, también contempla el problema y se decanta: “Todo repertorio antiguo es difícil de interpretar en instrumentos modernos, y en el piano resulta casi imposible”. […] “Cada nota interpretada en el piano o en otros instrumentos modernos es una mentira” […] “Si los grandes maestros compusieron la mayor parte de su obra para clave ha de ser por alguna razón, no por casualidad”. (Asperen, Goldberg 1; 58. 1997). Toda esta cita es razonable excepto el final: ¿Bach no compuso El clave bien temperado para piano por casualidad? No, aunque hubiera querido, no lo hubiera podido componer para piano porque éste no existía. Está bien decir que las notas del clave, tocadas al piano, son una mentira, porque, efectivamente, nunca fueron tocadas para este instrumento; pero la razón no puede ser la esgrimida. Sin embargo, la razón para tocarla hoy al clave sí puede ser la de reconstruir la manera en cómo sonó en el pasado. Rinaldo Alessandrini lo denomina la “verdad histórica”. En una entrevista realizada en Goldberg le preguntaron: "¿Cree usted que la elección de los instrumentos permite volver a recuperar el espíritu y la autenticidad de esta música tal y como la escuchaban sus contemporáneos?" Y Alessandrini contesta: "Sin duda. Soy partidario de emplear siempre instrumentos antiguos para ese repertorio. En definitiva, se trata de la verdad histórica y de un fundamento de trabajo" (Alessandrini en Goldberg nº 17, 2001. 50). Más adelante veremos, a colación con lo dicho por Alessandrini, si la verdad histórica es posible en un oído actual: ¿vistiendo a un hombre actual con los ropajes del pasado hemos encontrado la “verdad histórica” del hombre del pasado o hemos encontrado a un hombre disfrazado?
Jordi Savall también se muestra partidario de los instrumentos originales. “Una trompa natural o un fortepiano tienen, a pesar de sus limitaciones unas características adecuadas para aquello que imaginó el compositor. Aunque inventaba nuevas formas, el compositor partía de los medios de su época. Por eso es esencial escuchar las obras con los instrumentos para los que se escribieron” (Jordi Savall, Goldberg nº7, 1999, pág. 42). El problema sigue siendo, tal como se plantea en este trabajo, si la misión reconstructora del intérprete debe ser la de reconstruir la forma en la que se escuchó en el pasado o la forma en la que soñó el compositor que se escuchara en el pasado. U otras opciones que veremos más adelante.
Pero continuemos exponiendo los argumentos que dan los defensores de la utilización de los instrumentos originales con sus características propias.
Los intérpretes de música antigua, en su afán por volver a los orígenes para realizar interpretaciones fieles a las representaciones de la época, no sólo se preocupan por los instrumentos, coherentemente se preocupan también por los espacios. Eric Desnoues, Director del imprescindible Festival de Música Antigua de Lyon, ante la pregunta de si no hay cierta contradicción en ver que la música antigua se introduce en las grandes salas internacionales, comenta: “Me parece muy nocivo que la música antigua penetre en salas de dos mil localidades con una acústica más o menos apagada y una estética más o menos contemporánea. De pronto, se crea una distancia excesiva ente el sonido, los artistas y el público. […] Creo que cuando uno es músico barroco, se preocupa por la autenticidad. La autenticidad de los instrumentos y de las interpretaciones, pero también la de los lugares para los que se compuso su música” (Desnoues en Goldberg, nº 25, 2003. 32). Pero no es el único. A Rinaldo Alessandrini no sólo le preocupa que la interpretación se realice en un auditorio sino que además de requerir un espacio sacro éste debe contar con la misma decoración que en la época. "Uno de mis temas de estudio ha sido la cuestión de la acústica en las iglesias. En el siglo XVII estaban ricamente decoradas con artesonados y colgaduras. La música debía tener una resonancia completamente distinta de la de los templos actuales, donde domina el mármol. Hay que tenerlo en cuenta para el equilibrio entre instrumentos y voces" (Alessandrini en Goldberg nº 17, 2001. 52). Tras este nivel de exigencia que eleva en un grado más el purismo imperante, el director de Concerto Italiano apostilla: "Me considero muy purista en el sentido de que tengo ideas claras, pero no soy ni un arqueólogo ni un terrorista" (Alessandrini en Goldberg nº 17, 2001. 50), de lo que se defiende porque ha debido de ser acusado.

También Reinhard Goebel, fundador de Musica Antiqua Köln, considera que, entre otros, el problema del espacio es esencial. “Para mí –dice– en primer lugar es muy importante comprender una obra de arte en sus facetas objetivas. Debo entender claramente cómo está compuesta formalmente, cómo se podría haber presentado esa forma en el siglo XVII ó XVIII. Debo conocer las raíces espirituales de la obra, si no no la puedo traducir a mi propio lenguaje. Puedo entender el lenguaje propio de la obra de arte cuando accedo a estos conocimientos objetivos que la envuelven. Mi acercamiento a un Concierto de Brandenburgo es limitado si no conozco que fue escrito para solistas, o no sé cómo se componía realmente un tutti en esa época. Lo mismo sucede si no conozco la sala para la que la obra fue escrita y para qué tipo de músicos. Bach no la compuso para músicos franceses ni italianos, sino alemanes. Este pequeño trabajo de investigación debe llevarse a cabo, ya que la tarea del músico es entretener y educar al mismo tiempo.” (GOEBEL, Goldberg 10, 2000, 37-38). Forma, espíritu, lenguaje, espacio, personas, son algunos de los referentes histórico que necesita tomar en cuenta este violinista para una correcta interpretación. La interpretación musical como oficio de reconstructores del pasado. En el mismo sentido, Fabio Biondi, concertino y director del grupo Europa Galante, nos dice: “Nuestra tarea consiste en mantener un diálogo con un período esplendoroso cuya sensibilidad privilegiaba la música, y descifrar las partituras llegadas hasta nosotros para traducir su dinámica con la mayor fidelidad posible. Tocar música barroca implica familiarizarse con la cultura y las artes de aquella época” (Biondi en Goldberg, nº 21, 2202. 46).
Y aumentando en sus exigencias siempre bien argumentadas, tenemos ya intérpretes que han llegado a grabar en disco misas de compositores importantes pero incluyendo la liturgia y celebración de la palabra, para comprender la obra en su ámbito específico, como es el caso del Requiem de Rois de France de Eustache du Caurroy (1549-1609), interpretada por el grupo Doulce Mémoire (la vocación ya se delata en el nombre del grupo), dirigida por Denis Raisin-Dadre, que nos ofrece la oportunidad de reconstruir la ceremonia fúnebre en toda su enlutada pompa. Al comienzo del disco dos salmos de Claude Goudimel, seguidos de una pavana, nos intentarán recordar la procesión del cortejo que acompañaba al cuerpo del difunto rey desde el Louvre a Notre-Dame. Después, la oración fúnebre, declamada en francés antiguo, enriquecerá la percepción de la obra en su situación original.
"El análisis del contexto original de una obra –nos dice Philip Pickett, creador del New London Consort–, tiene una importancia vital, pues el resultado efectivo es una diversidad mucho mayor en la propia interpretación" (Picket en Goldberg nº 18, 2002. 40). Las fuentes para la reconstrucción de ese “contexto original” pueden ser muy variadas. Este director e intérprete llevó a cabo una reconstrucción de los colores que tendría una orquesta en base al examen visual del Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago de Compostela, como nos cuenta en la Revista Goldberg nº 18, 2002, pág. 36: "Si nos fijamos en el Pórtico de la Gloria, el gran conjunto escultórico del Maestro Mateo, vemos a los veinticuatro ancianos tocando una gran diversidad de instrumentos: fídulas, guiternas, arpas, rotas, salterios, etcétera. Ahora bien, ¿fue un invento de aquel señor o el reflejo de alguna posible realidad? Además, hay relatos que hablan de muchos peregrinos que tocaban juntos en la catedral de Santiago y de gente que cantaba y, posiblemente, tocaba en la plaza de Montserrat. [...] Así pues, pensé que debía intentar recrear ese grupo de personas que aparecen en el Pórtico de la Gloria y descubrir cómo sonaba".
Todos estos datos son tomados para intentar ponerse en la situación histórica del pasado. Denise Raisin Dadre, Fundador del grupo Doulce Mémoire, lo certifica de la siguiente manera: “Me gusta contemplar la pintura del Renacimiento, y tratar de pensar en cómo los contemporáneos la veían. Igual que cuando descubro música, intento siempre comprender lo que había de innovador o conservador para los hombres del siglo XVI, ¡no para nosotros!” (en Goldberg, nº 22, 2003. 52). Y Koopman dice más de lo mismo: “Como intérprete, debes tratar de comprender la música de la época lo mejor que puedas, y comprenderla como parte de una cultura más extensa, en el contexto de las artes visuales de la época, de la literatura, de la filosofía” (en Goldberg, nº 24, 2003. 49). Y Hopkinson Smith, intérprete de vihuela, laúd renacentista, guitarra barroca y, especialmente, de laúd barroco, dice: “Intento reconstruir la creatividad del momento en el que se compuso esta música” (en Goldberg, nº 28, 2004. 82). Todos ellos y muchos otros[1] orientan su trabajo en esa dirección.
Quizás Pierre Boulez en Puntos de referencia media entre una comprensión del pasado y del análisis de las estructuras de sus formas y la necesidad de ser creativo: “¿Cómo voy a arreglármelas para transmitir, o, por lo menos, para esbozar mis ideas? De dos maneras: desarrollaré primero las reacciones que se pueden tener respecto de la situación histórica en general, es decir, trataré de formar el juicio crítico sobre situaciones de conjunto. Por otra parte, intentaré excitar el mecanismo de la creación, a partir de la interpretación analítica” (Boulez 1981, 102). Boulez percibe que no sólo sirve con imitar el pasado. Muchos otros serán conscientes de lo mismo. Oiremos sus opiniones en el siguiente apartado.

B) EN CONTRA DE LA RECONSTRUCCIÓN FIEL DEL ORIGINAL, TAL CÓMO SE TOCÓ Y OYÓ EN SU ÉPOCA

En este apartado revisaremos los planteamientos de algunos intérpretes, compositores, musicólogos y pensadores sobre la imposibilidad o no apetencia de ser fieles a un original de por sí difícilmente aprehensible.

La pianista y pedagoga francesa Monique Deschaussées, aunque imbuida de un espíritu romántico quizás hoy un poco desfasado, declara en su libro El intérprete y la música que “nadie escapa completamente de su propia personalidad, incluso en el caso de que se resista a dejarse penetrar en su subjetividad” (1988, 35). El planteamiento de la imposibilidad de la objetividad pura salta al debate en cuanto se intenta investigar en él. La personalidad del propio intérprete es el primer escollo, pero los materiales con los que se construyen los instrumentos y las dificultades que estos crean para los ejecutantes será el segundo. Ella misma lo expresa más adelante: “Es evidente que incluso los instrumentos en los que tocaban Chopin o Liszt no tienen más que un parentesco lejano con los pianos modernos. Cuando se sabe que las teclas han doblado su peso en sólo sesenta años, se comprende que se impongan ciertas adaptaciones, con toda lógica, y que es imposible tocar sobre el teclado de un piano de concierto actual con el mismo ‘tempo’ que en uno de hace ciento cincuenta años. Hay que saber adaptar a nuestro piano moderno las creaciones de otras épocas, pero dentro de unos límites razonables, no orillando nunca el contenido musical, expresivo, humano de una obra” (Deschaussées, 1988, 103).
El Director del The Clerks' Group, Premio de la revista Gramophone por la grabación del Requiem de Ockeghem, Edward Wickham, pone el acento en la dificultad de enmarcar las obras en su contexto: “Reconstruir satisfactoriamente una misa tal y como se habría podido escuchar en tiempos de Ockeghem sería una hazaña erudita. [...] No creo que grabar la música en su contexto de canto gregoriano pueda introducirnos con mayor eficacia en lo que podríamos denominar una -experiencia auténtica-” [...] “Esa música, en cualquier caso está sacada de su contexto” (en Goldberg 3; 50. 1998).
Pero no sólo da problemas sacar de su contexto la obra, da problemas sacar a las obras de su contexto mental: “La manera como la gente pensaba acerca de sus devociones en el siglo XV es completamente diferente. La idea de grabar, y hasta de interpretar, una composición musical” era inimaginable. “¿Habría entendido aquella gente una interpretación en el contexto de una música no devota? Me parece que hay tantas cosas que nos separan de la sensibilidad de los cantantes y fieles del siglo XV...” nos dice el Director del Orlando Chamber Choir y del The Renaissance Singers of London (Wickham, Goldberg 3; 50. 1998).
También insiste sobre esto Andrew Carwood, Director asociado de uno de los grupo vocales más destacados del Reino Unido, The Cardinall's Musick: "La cuestión es el contexto, pues esta música [una Cantata de Iglesia] no está pensada para ser cantada ininterrumpidamente. Pienso, además, que directores, cantantes y oyentes se enfrentan a un peligro al encontrarse con una música interpretada así, como una sinfonía" (en Goldberg nº 13, 46). "La función que desempeñaban en la liturgia las cantatas de iglesia de Bach hace que hoy no pueda haber algo que pueda calificarse como un oyente «auténtico», [...] su finalidad era estrictamente funcional y estaba por completo vinculada al contexto de la Misa dominical" (Carwood en Goldberg nº 13, 58). “Los corales utilizados en las cantatas solían contener a menudo un plan contextual especial, no declarado, para una congregación de fieles muy familiarizada con ellos de una forma que hoy en gran medida se ha perdido" (Goldberg nº 13, 60), y que por lo tanto es difícil de comprender para el oyente actual y mucho más para el oyente no religioso y en un ámbito profano como una sala de conciertos. Esto mismo señala el periodista de la revista de Música Antigua Goldberg, Brian Robins, en una entrevista al Creador del New London Consort y de Musicians of the Globe, Philip Pickett: "Uno de los problemas en las actuaciones organizadas por usted debe ser el escenario. Hace poco ha ofrecido, por ejemplo, una reconstrucción litúrgica completa de la Messe de Nostre Dame de Machaut en el Queen Elizabeth Hall, un local que, evidentemente, no guarda ni la más remota semejanza con cualquier escenario original imaginable. ¿No plantea eso problemas casi insuperables?” A lo que el entrevistado no tiene más posibilidades que asentir asumiendo sus propias incongruencias, diciendo: “Pues sí, ¡en primer lugar, los de la acústica!" (Picket en Goldberg nº 18, 38).
Y es que la acústica sola en sí, sin necesidad de cargarla con tintes abstractos de teoría de las mentalidades, ya es un problema que afecta a la percepción actual de lo pasado. “No hay que olvidar” –nos dice Paul Van Nevel, fundador y director del Huelga’s Ensemble– que esta música [la del Renacimiento] es siempre música de corte: de príncipes, señores o prelados. En aquella época el número de oyentes era muy reducido, de cinco a veinte personas. No había necesidad alguna de proyectar las voces hasta el fondo de una sala de conciertos” (Van Nevel en Goldberg, nº 23, 50), pero hoy sí, y todo lo descoloca. Similar controversia se creó con la ubicación de los cuadros de los grandes palacios y castillos europeos en las descontextualizadoras salas de museos estatales donde se apilaban por autores, perdiendo el sentido del lugar para el que fueron realizados.
Algo que descontextualiza las obras también actualmente es, como dice Frans Brüggen, director de la Orquesta del Siglo XVIII y una de las figuras esenciales de la música antigua, “la falta de expectación de un público que ya ha oído la obra mil veces, por lo que no hay un sentimiento de estreno.” (BRÜGGEN, Goldberg 11; 42. 2000). Esto es especialmente relevante en las partes que debían ser repetidas según constaba en la partitura. Por lo general, en muchas obras, y con la intención de que la melodía –escuchada por primera vez en esa audición pública– se asentara en la memoria de los espectadores con los que luego se iba a “jugar” ofreciendo variaciones intencionadas sobre los temas previamente presentados, se establecían signos de repetición que obligaban al intérprete a volver a ejecutar secciones completas. El objetivo de esas repeticiones, como ya se ha apuntado, era sorprender con los cambios, pero para que el escuchante se sorprendiera previamente tenía que prever el desenlace planteado como normal[2]. Si hoy en día conocemos una melodía o pasaje armónico, su reiteración sólo puede servir para cansar y no para memorizar algo que ya es de sobra conocido.
Un elemento más de difícil traslación desde el pasado es la concepción de los tempi de las obras. "Para comprender hoy las intenciones de los compositores en relación con el tempo” –nos dice Harnoncourt– “no basta con conocer las denominaciones de los tempi, ya que su significado ha variado numerosas veces a lo largo de los siglos" (2001, 135), lo que era rápido (Allegro) en el siglo XVII, por ejemplo, hoy podría ser terriblemente lento (imaginemos cuánto se tardaría en viajar “a gran velocidad” entre Salzburgo y París; pensemos lo que se tarda hoy en un tren de alta velocidad). “El tempo, como cualquier otra categoría musical, es una categoría histórica” (Gülke en Metzger y Riehn, 1979, 65).
Estos intérpretes de Música Antigua de los últimos treinta años han cometido muchas incongruencias que sería largo (pero posible) de exponer y que nos llevarían a comprender el porqué del desdibujamiento de los dogmas historicistas en este campo. Harnoncourt, por ejemplo, es una claro paradigma de esto, por una parte hace declaraciones como esta: "Las voces de los niños en un grupo reducido y la orquesta, que utilizaba exclusivamente instrumentos originales y tocaba en las mismas circunstancias que en la época de Bach, aportaron por sí mismas [en nuestra grabación] la solución a todos los problemas de audibilidad" (Harnoncourt, 2001, 243), como si fuera posible tocar en las mismas circunstancias que en la época de Bach (y en un estudio de grabación); y por otra parte, reconoce con cierta humildad que "una comprensión total [del proceso interpretativo] es inalcanzable, por lo que la 'música del gótico' jamás volverá a escucharse en su forma pura; para ello tendríamos que haber vivido en aquel entonces" (Harnoncourt, 2001, 13).
Y una pregunta que subyace a estas reflexiones es: ¿y si pudiéramos repetir exactamente lo que hicieron los anteriores, querríamos hacerlo? ¿Querríamos ser los intérpretes meras máquinas que imitan lo que en su día fue? “Pensar que cuando estoy tocando tengo que imitar a una persona que vivió hace 300 años es una tontería en sí mismo”, nos dice el viola gambista Vittorio Ghielmi. “Lo importante” –nos sigue diciendo– “es, por supuesto, estudiar hasta entender cuáles eran las formas expresivas reales utilizadas y así aprender un lenguaje” (Ghielmi en Goldberg, nº 27, 79). También nos lo dice con otras palabras el constructor de instrumentos de tecla Denzil Wraight: “Una réplica exacta de uno de los pianos originales sólo puede interesar a un museo” (en Goldberg, nº 25, 24).
En esto de la copia de instrumentos antiguos, negocio que también subyace a todo este movimiento artístico, también hay incongruencias. El propio Denzil Wraight nos confiesa: “En una copia exacta de un instrumento de Cristofori decidí no copiar el sistema de abrazaderas del interior de la caja adoptado por él, pues, visto retrospectivamente, es evidente que cometió algunos errores” (en Goldberg, nº 25, 24), lo que pone de relieve que con esa mínima actuación rectificó el pasado y puso en marcha el mismo proceso que en su día aplicaron los constructores de instrumentos que por hacer evolucionar a alguno de ellos les añadieron o aplicaron novedosas reformas que los hicieron avanzar (avances que hoy rechazan los historicistas).
El tema de la utilización de instrumentos de la época no queda solamente ahí. Cuando se hacen estudios en profundidad se demuestra que muchos intérpretes de la época (la que sea) no utilizaban instrumentos creados coetáneamente sino que a su vez en las filas de las orquestas convivían instrumentos de su época con otros de épocas anteriores, lo que dificultad aún más nuestra pretendida “imitación” de los colores de la época. “La gente se dio cuenta” –comenta Christopher Hogwood– “de que no todos los músicos del siglo XVIII conseguían instrumentos nuevos en cuanto se hallaban disponibles. En una gran formación habría, probablemente, algunos que habían crecido tocando a Bach y continuaban empleando sus arcos barrocos, mientras que otros se habrían hecho con instrumentos más recientes” (en Goldberg, nº 27, 52).
En conclusión: algunos intérpretes consideran que la música es el campo de la libertad[3], otros consideran que nuestra función como intérpretes no debe tratar de “restituir la música según se interpretaba, hipotéticamente, en su momento, sino de hacerla oír a través de un prisma moderno” (Biondi en Goldberg, nº 21, 36) ya que “no hay posibilidad de atrasar el reloj” (Hogwood en Goldberg, nº 27, 54). Una buena orientación en nuestro trabajo sería la de profesar un “gran amor por la investigación histórica, plasmado, por ejemplo, en el examen de las fuentes y las maneras contemporáneas de interpretar y entender esa música. Luego, uno se da cuenta de que el proceso de investigación es continuo, y aunque se va acercando cada vez más a un punto del pasado, esa meta no se alcanza nunca, como les ocurría a Aquiles y la Tortuga, a pesar de su creciente proximidad” (Sardelli en Goldberg, nº 27, 34), lo que recuerda al horizonte de posibilidad de encontrar la verdad del que suele hablar la Metafísica.
Pero no sólo los intérpretes tienen claro estas cuestiones, algunos compositores de los que tenemos referencia tuvieron claro, o tras un proceso de reflexión comprendieron, la inutilidad de querer mantener o recuperar el original.
“Alguien le preguntó a Brahms por la indicación metronómica que debía aplicar a una de sus piezas. Él contestó enfadado: "Idiota! ¿Acaso cree que quiero escuchar mi música siempre a la misma velocidad?” (Walker. Robert Schumann: The Man and his Music (1972) cit. en Crofton y Fraser 2001, 155).
La relación de Beethoven con el metrónomo es también muy significativa del proceso mental por el que un compositor debate consigo mismo cómo quiere que sean interpretadas sus obras y si desea que siempre –como planteaba Brahms– sean interpretadas de la misma forma. Los musicólogos Metzger y Riehn escribieron un libro en 1979 sobre esta cuestión con el título Beethoven "el problema de la interpretación" [4] en el que se cuenta, primero, la alegría de Beethoven al recibir el nuevo invento, y el comienzo de la aplicación de su numeración a su obra; pero después se relatan los enormes quebraderos de cabeza que dio una y otra vez a sus editores enviándole cartas contradictorias en las que renumeraba los tempos antes establecidos. “Cuando el Beethoven tardío los rechazó [los registros metronómicos anteriormente fijados], Schindler, le escribió diciendo: ‘Umlauf y Schuppanzigh se extrañaron mucho ayer de que usted se distancie ahora tan llamativamente de los tempi acelerados de sus obras, en comparación con los de años anteriores, y le parezca todo demasiado rápido” (Gülke en Metzger y Riehn, 1979, 58). Lo curioso de ese proceso, como nos cuentan estos autores por los registros de la correspondencia del Maestro con sus editores es que en las últimas composiciones dejó de anotarles numeración metronómica alguna en un claro signo de la asunción de la imposibilidad de fijarlas de manera inamovible para siempre.
Pierre Boulez, como compositor, intérprete y teórico musical ilustra especialmente este apartado con sus opiniones. Él trabaja sobre la imposibilidad de comprensión del pasado y asume lo relativo de todo intento. “En lo que concierne a la óptica colectiva: hay fenómenos que la historia hace caducar, y hay otros que ella metamorfosea. Hay una dialéctica constantemente renovada de lo permanente y de lo aparente, que hace aleatoria toda predicción sobre las interrelaciones entre la historia y las obras históricas. ¿A qué se debe? Ante todo, al hecho de que una época da su interpretación personal de las obras de un pasado: interpretación personal y colectiva. Es lo que ya he llamado las resonancias armónicas de una época. Los puntos de vista, renovados según los siglos, nos incitan pues a considerar como totalmente relativa la herencia que la historia nos transmite” (Boulez 1981, 98).
Algunos críticos musicales y musicólogos también han trabajado la cuestión más recientemente.
Paul Henry Lang, que fue profesor de la Universidad de Columbia, editor de Musical Quarterly, y fundador de la Sociedad Americana de Musicología hasta 1991, año de su fallecimiento ha dejado en un libro póstumo (1997) un detallado estudio contra "ese historicismo tan incondicionalmente rígido" (1997, 204) aplicado a la práctica interpretativa, en el que comienza por decir: "Conocemos el espíritu de otras épocas hasta cierto punto solamente: vemos en ellas lo que nuestra propia era nos permite ver" (Lang 1997, 204).
Su libro es equilibrado pero firme, atemperado en su antipatía por todo el fenómeno historicista por el tiempo, pero moralmente alerta por cuanto fue consciente (como lo hemos sido todos los que hemos vivido y vivimos el mundo de la música culta) de que tras estas posiciones estéticas se estaba ocultando cierto dogmatismo radical cuanto menos peligroso, que en lenguaje vulgar se han dado en llamar “puristas”. Él los reconoce en su libro aunque esté hablando de la vida musical de la Costa Este de Estados Unidos o de la centro-europea: "Desgraciadamente hay un grupo siempre creciente que reclama una intimidad privilegiada con las cualidades privadas de los antiguos maestros, adorando un purismo sin mancillar por las realidades de la vida" (Lang 1997, 205). "Los campeones de la autenticidad histórica absoluta en la interpretación” –así los llama– “están en un error al utilizar los mismos procedimientos en diversos niveles y en distintas proporciones en sus esfuerzos por buscar preceptos universales de práctica interpretativa. El mismo procedimiento para una época puede servir para sólo una parte de esa época o incluso contradecir una práctica ligeramente anterior o posterior. La rica diversidad de la música niega, ciertamente, la estereotipada y rígida imagen de un estilo y de ahí la interpretación: porque ésta crea muchas excepciones a la regla. No es posible establecer un sistema del cual extraer una información predictiva y manipuladora para la interpretación de la «música antigua», ya que no hay valores interpretativos absolutos o constantes que puedan colocarse en determinadas categorías" (Lang 1997, 206). - "El peso excesivo” –continúa diciendo– “de las consideraciones históricas, archivísticas e ideológicas; las áreas de experiencia musical vastas, incipientes y desde luego integradas, con su carencia de puntos de referencia fijos y con unas reverberaciones demasiado débiles como para fiarse de ellas; la avalancha de material de investigación que puede sofocar los aspectos genuinamente interesantes de la música: todo ello puede conducir únicamente a lo que Whitehead llamó «la falacia de la corrección indebida»" (Lang 1997, 206).
Y esta falacia se basa, sobre todo, en la imposibilidad exacta de saber cómo ejecutaron las piezas unos músicos en particular en una determinada fecha en un lugar específico de la Europa central. ¿Qué técnica tenían aquellos profesionales liberales que después de cerrar su negocio, atender a sus clientes o limpiar el espíritu de sus feligreses se reunían para tocar en unos instrumentos confeccionados por viejos carpinteros? Lang nos lo recuerda: "Lo que Burney dijo de la música de la Antigüedad sigue siendo válido para los siglos que precedieron al XIX: «¿Quién será lo suficientemente atrevido como para decir cómo cantaban y tocaban esos bardos inmortales?»" (Lang 1997, 210). El conocimiento exacto de lo que fue el pasado, pero dándole a la palabra “exacto” todo su valorar literal, es una tarea imposible. "No podemos repetir la historia” –continúa diciéndonos el Profesor Lang– “porque sólo permite una pasada" (Lang 1997, 213). Y lo que conocemos lo mitificamos. "A veces resulta difícil distinguir si los anticuarios están perpetuando valores artísticos o los están embalsamando” (Lang 1997, 214). "La música antigua no puede tratarse como los cuadros antiguos. El sonido es una cosa viva. Siempre forma parte del presente. [...] También hay una tendencia a buscar grandeza en todo lo antiguo y no es frecuente que el óxido se tome por auténtica patina" (Lang 1997, 214). Lang intenta hacerse comprender de manera racional mediando con argumentos sensatos: la pretensión de reconstruir el color original es una tarea materialmente tan dificultosa que nuestro conocimiento de datos no puede cubrir todas las necesidades para esa reelaboración: "Pero no hay arte que sólo se entienda a partir de la historia” –afirma Lang–. “Están los imponderables. Y lo primero que debe hacerse con los imponderables es reconocer su existencia" (Lang 1997, 213).
Uno de los imponderables es creer que los datos, la comunicación del pasado con el presente no es equívoca: "No podemos determinar con precisión hasta qué punto nuestro concepto, nuestra proyección de un estilo anterior, son genuinos o siquiera aproximados porque la interacción de esas tres entidades (compositor, ejecutante y público), tal y como nosotros los experimentamos, puede ser bastante diferente de la experiencia de otra época. No podemos escuchar a compositores posteriores, como Beethoven, por ejemplo, tal y como los escucharon sus contemporáneos porque en los años que han transcurrido han cambiado nuestras técnicas musicales, nuestras costumbres de audición, los conceptos de sonido y de afinación. Aunque Schindler, el amanuense de Beethoven, describió la interpretación al piano de su maestro a partir de una experiencia de primera mano, sus palabras siguen dejándonos con nuestra imaginación y nuestras conjeturas, porque el sonido descrito se encuentra tan lejos de la realidad como la descripción de sabores" (Lang 1997, 211).
Hay que reconocer que Paul Henry Lang intenta comprender la intención última de los líderes de este movimiento, aunque entiende que su pretensión es ilusoria, sobre todo porque los seres humanos ya somos distintos, enteramente distintos a los de otras épocas: "El laudable objetivo es permitirnos escuchar una pieza musical como la oyeron sus coetáneos, pero pensar que es posible es claramente cuestionable porque equipara a un grupo de una sociedad a otro de una naturaleza considerablemente distinta" (Lang 1997, 211). "Somos sencillamente incapaces de escuchar la música con los oídos del público de Frescobaldi o de Haydn" (Lang 1997, 206). Y es que "cuanto más seguras y más limpias se han hecho las interpretaciones, tanto más evidente se ha hecho la idea de que no representan la realidad y la autenticidad históricas, del mismo modo que no existió nunca la interpretación ideal" (Lang 1997, 215).
Este es otro de los puntos claves de esta reflexión: ¿si reconstruyéramos una obra tal como se tocó en su época podríamos decir que fue así como la quiso el propio compositor?
Y de aquí, por tanto: ¿la función del interprete cuál es: reconstruir la pieza tal como se oyó en su época o reconstruirla tal como le hubiera gustado al compositor que sonara? "El ideal, las interpretaciones «estríctamente auténticas», con su pretensión de ser las únicas válidas, amenaza con situar la interpretación «correcta» con toda su parafernalia fuera de la vida musical cotidiana, rodeándola de un aura de fe de sus adoradores" (Lang 1997, 216).
Si nuestra pretensión fuera reconstruirlas tal como se oyó en su época podríamos preguntarnos: ¿pero como se tocó la primera vez, la segunda..., la última? Lang nos alumbra en esta cuestión: "Otro ejemplo es la ópera barroca. [...] En su tiempo, el tiempo que pasaba entre la composición y la primera interpretación era de unas pocas semanas. Ya en la segunda interpretación, el compositor y el libretista empezaban a hacer cambios porque los dos habían pensado cosas mejores a partir de la primera interpretación. Después, cuando al reparto se sumaban nuevos cantantes se daban toda clase de alteraciones, transposiciones y recomposiciones para adaptarse a las capacidades de los nuevos cantantes; había que guardar un protocolo, porque la segunda donna o el segundo uomo no aprobaban la música complicada. Lo cual, a su vez, precisaba cambios de libreto, pero tales cambios, generalmente muchos, podían no entrar en la partitura del director. Había poco tiempo y el director era normalmente el propio compositor que sabía de qué iba la cosa. [...] La ópera barroca raramente se representaba dos veces de la misma manera. [...] A partir de este revoltillo enloquecido hace falta un trabajo detectivesco complejo para establecer qué es una partitura «auténtica»" (Lang 1997, 217 y 218).
Ante esta maraña de complejidades, Lang nos recuerda la necesidad de negociar con la realidad: "Pueden tener [los puristas] la confirmación de las fuentes documentales o de las condiciones generales aplicadas a un caso concreto; pero en su compromiso final, estos devotos son incapaces de llegar a un acuerdo intermedio. La realidad es más frágil, inestable y, sobre todo, más variada que la teoría" (Lang 1997, 215).
Para ejemplificar la fragilidad de esta realidad, Lang nos pone un ejemplo entorno a las pretendidas reconstrucciones de las canciones medievales: "Lamentablemente avanzamos en el laberinto de la canción medieval en medio de la confusión y de pistas falsas porque tenemos pocos hechos disponibles con los que trabajar. Puede que reinventar los mitos sea la única manera de conservarlos" [...] "En las canciones de trovadores con el cantante acompañándose de un rabel o una viola o de cualquier otro instrumento «original» [...] no se puede garantizar ni la melodía ni el acompañamiento. Sí, las afinaciones y las canciones son esas, y son genuinas; pero no sabemos nada de su duración ni de su ritmo. Tres eruditos eminentes se pasaron toda la vida intentando descubrir el sistema rítmico de estas canciones y llegaron a tres hipótesis diferentes. A esos tres les siguieron otros muchos, y la enorme literatura sobre las canciones monofónicas medievales sigue siendo tan dubitativa como las canciones que cantaban las sirenas. Por lo que hace a los acompañamientos, son como corbatas mal puestas; nadie sabe, ni siquiera podrá saber nunca, lo que los trovadores, troveros o juglares y músicos tocaban cuando cantaban" (Lang 1997, 216 y 217).
Y sin datos científicos fehacientes vemos el mercado repleto de reconstrucciones presuntamente históricas que se revisten con el marchamo de lo “auténtico”. "La construcción de sistemas y modos de interpretación a partir de pistas sueltas dan origen a muchos problemas insolubles y a interminables discusiones. Lo que debemos rechazar no es la precisión histórica o el uso de los instrumentos originales per se –nos dice Lang–, sino la aplicación rígida de datos históricos imperfectos o incompletos" (1997, 218).
Y esto que vemos con claridad en los datos, es mucho más evidente en los instrumentos, fuente final del color. Lang nos dice: "Rara vez tenemos la suerte de descubrir instrumentos muy antiguos intactos y en buenas condiciones para tocar, pero cuando eso ocurre podemos estar seguros de que han sido reconstruidos, normalmente más de una vez" (Lang 1997, 244). "Todo ello dio como resultado una confusión de formas, afinaciones, timbres, número y cantidad de las cuerdas que se usaban. Los instrumentos variaban, muy a menudo, no sólo de país a país sino de constructor a constructor dentro del mismo país" (Lang 1997, 244). "Los instrumentos” –nos recuerda– “eran defectuosos y las orquestas mal afinadas. [...] Por tanto, la «autenticidad» que anhelamos pretende unas condiciones que jamás existieron" (Lang 1997, 241).
En esa fidelidad a lo original, Lang percibe posiciones dogmáticas insostenibles. "Alguno de nuestros conjuntos barrocos” –dice– “no permitirían el uso de artilugios tan inocentes y tan útiles como los apoyos de barbilla del violín. Es absurdo insistir en semejante ascetismo: ¿o es que el apoyo para la barbilla destruye la autenticidad al facilitar la interpretación al violín? ¿Es que la autenticidad significa que los ejecutantes deben estar condenados a la incomodidad permanente?" (1997, 245). "Desgraciadamente” –continúa irónicamente–, “para muchos aficionados del movimiento de la práctica de la interpretación vale cualquier cosa siempre que no nos recuerde a nuestros modernos instrumentos" (Lang 1997, 246).
Además de en los instrumentos, donde podemos observar una fuente continua de conflictos es en el tratamiento de la ornamentación: los adornos, trinos, utilización del vibrato, uso del rubato. "La ornamentación” –nos dice Lang– “es uno de los aspectos más destacados de la práctica de la interpretación; también es el que se debate con más intemperancia ya que estudiosos y músicos absolutamente capaces, honrados y acostumbrados a trabajar duramente se tiran de los pelos unos a otros" (Lang 1997, 261). La razón principal para no poder establecer un canon de uso común de la época es que no lo había. "En los diversos tratados solemos encontrar comentarios de que este o aquel adorno «ya no se utiliza de esa manera» o que «ya no está de moda». Juan Bermudo, en su importante tratado Declaración de Instrumentos (1555) señala: «Los adornos los aprenderá el lector de un buen maestro, por lo cual no deben debatirse aquí en detalle». Y añade: «Cambian casi de día en día». Esta misma idea la expresan muchos otros escritores" (Lang 1997, 249). Y si alguna vez se intentó compendiar, como es el caso del manual escrito por Tosi, los distintos editores locales modificaron sus ediciones. "Desgraciadamente, Tosi, que de un modo u otro fue la fuente de toda la literatura sobre el tema [la ornamentación], no utilizó ejemplos musicales en su obra original de 1723. Fueron los editores y los traductores de las numerosas ediciones de esta obra fundamental los que los aportaron, naturalmente con una fuerte tendencia a inclinarse hacia sus puntos de vista nacionales, con lo cual no se pueden utilizar como documentación; cada cual debe hacer sus propias traducciones" (Lang 1997, 255).
Llamamos rubato a la interpretación desigual de notas que, sin embargo, literalmente sí tienen la misma medida. Esto es usado para alargar o acelerar los tempi en pasajes puntuales, utilizándose como recurso expresivo. La mayoría de estos efectos no se escribían y difícilmente podemos saber cómo se realizaron. "Las notas desiguales” [rubato] –nos explica Lang– “es una forma de ornamentación rítmica producto del barroco francés. [...] La estratagema no se indica mediante notación ni mediante instrucciones verbales; era tan bien conocida que los compositores indicaban cuándo no querían que se aplicara. [...] La práctica de las alteraciones rítmicas debe de haber sido antigua y ubicua pero no podemos convertirla en una exigencia por haber sido siempre variable y no siempre aplicada. Sabemos, por ejemplo, que Frescobaldi ya exigía un uso abundante del rubato. El objetivo de todas estas prácticas era, y sigue siendo, liberar al ejecutante de los «rigores de la medida» en bien de la libertad de la interpretación" (Lang 1997, 256 y 257). Por lo que imitar a los antiguos debería significar imitar su libertad y no sus reglas. La libertad del intérprete le permitía jugar con los rubatos y con las apoyaturas. "Desde luego no pudo haber ningún uso de las apoyaturas consistente o estandarizado porque dependían de los sentimientos de los ejecutantes y de su simpatía con los pensamientos no expresados por el compositor" (Lang 1997, 258).
Lo mismo ocurría con la utilización del vibrato. Todo el movimiento “auténtico” ha dado un especial énfasis a este aspecto. La línea melódica debía sonar sin vibrato alguno, el vibrato se consideraba un efecto superfluo y grandilocuente de la pomposidad Romántica. El Romanticismo, realmente, hizo su propia lectura del pasado y ha afectado grandemente la percepción de los oyentes e intérpretes del siglo XX de todas las músicas anteriores. Antoine Hennion, el autor del libro La pasion musical, circunscribe muy bien esta problemática: “El debate se complica todavía más por la existencia de otro siglo intermediario, el XIX, que, ante los barrocos y a su manera, se había reapropiado ya de una parte de ese repertorio olvidado, repoblando también el mundo de la música del siglo precedente, pero con todos los elementos de su propio mundo musical: sus instrumentos –comenzando por el piano y la orquesta sinfónica, inexistentes en el XVIII–, sus técnicas de interpretación, sus fraseos, sus concepciones del ritmo, del gusto, del concierto, del sonido, etc., en resumen, su definición de lo que es la música” (Hennion, 1993, 40), en la que figura como técnica de utilización obligada la del vibrato. Sin embargo, para los defensores de la música con instrumentos y técnicas de su época, las cuerdas debían sonar sin ese característico movimiento del dedo sobre ellas que al producir una oscilación en la afinación de la nota amplía su sonido y, para muchos, su belleza; los cantantes, en especial las mujeres, debían imitar a las voces limpias y lineales de los niños sin vibración alguna. Este ha sido uno de los puntos sobre los que con mayor insistencia han presionado los profesores de estas disciplinas. Lang, sin embargo, nos cuenta lo que las investigaciones históricas serias han avanzado sobre la cuestión: "Aunque casi todos los teóricos utilizaron muchos términos de forma vaga, conocían el papel fundamental del vibrato. Silvestro Ganassi, en su manual de viola de gamba (1543) permite que se use «libremente», mientras Mersenne menciona en 1636 el tremblement como efecto poderoso para «dulcificar el sonido». Pero la primera y más importante discusión del término aparece en El arte de tocar el violín a finales del Barroco (1740 y 1751), de Geminiani. Afirma que «el vibrato contribuye materialmente a hacer el sonido agradable y por ese motivo debería utilizarse todo lo posible»" (Lang 1997, 259), aunque, como hemos dicho, durante los primeros quince años de eclosión del Movimiento “históricamente informado” (ahora existe una cierta flexibilidad, aunque no demasiada) la utilización del vibrato fue una de las prohibiciones más estrictas y uno de los referentes paradigmáticos del movimiento.
Algunos efectos en el fraseo musical que se utilizaron en la época y que fueron terriblemente criticados como los passaggi, los trinos y las cadencias [...] que destruía el diseño, la melodía y la verosimilitud dramática, [...] estaba entre las razones principales para la defunción de la ópera seria. Ahora que con tanto afán se quiere resucitar la ópera barroca ¿deberemos resucitar también la práctica que la mató porque es la que se hizo?
"¿Cómo podemos, viviendo como vivimos en los últimos años del siglo XX” –nos dice Lang en 1997– “inventar ornamentos vocales con el espíritu de esa época?", (1997, 261).
"Las interpretaciones absolutamente auténticas” –concluye el profesor de la Columbia– no son conseguibles porque, incluso en nuestra época plena de información, no hay tanta abundancia de hechos sobre la práctica de la interpretación como para asegurar una autenticidad absoluta" (Lang 1997, 219).
Terminemos estas referencias de la visión que tienen algunos musicólogos con la visión de Luca Chiantore, pianista, musicólogo y pedagogo, autor de la primera Historia de la técnica pianística, donde ha expuesto un trabajado catálogo de las distintas formas de tocar el teclado a lo largo de la Historia. En este libro expresa una máxima categórica: "Nunca existió una única forma de tocar, sino muchas y muy distintas entre sí" (2001, 13). Y critica a los actuales investigadores que tienden a un cierto dogmatismo: "¿Cómo puede el teórico, ante las múltiples opciones que nos propone la historia de la interpretación, proclamar la superioridad de una teoría sobre todas las demás? ¿Cómo puede el artista adaptar a su propia idea de la ejecución la escritura de los diversos compositores sin que se diluyan las diferencias estilísticas?" (Chiantore, 2001, 18). “Conocer el origen de una obra” –termina diciendo–, “lo que fue su punto de partida o su pretexto, no nos revela lo que ella es” (Schloezer y Scriabine 1959, 47).

Sin embargo, las respuestas más categóricas que hablan de la dificultad del ser histórico y su comprensión por los cohetáneos y, por ende, de la imposibilidad de reconstruir el pasado, nos la dan los pensadores y filósofos.
Partiendo del concepto de vivencia estética, G. Lukács (Die Subjekt-Objekt-Beziehung in der Asthetik en Logos VII, 1917-1918, citado por Valery, o.c., 83) nos dice: “La obra de arte es sólo una forma vacía, un mero punto crucial en la posible multiplicidad de las vivencias estéticas; sólo en ellas ‘está ahí’ el objeto estético. Como puede verse, la consecuencia necesaria de la estética vivencial es la absoluta discontinuidad, la disgregación de la unidad del objeto estético en la pluralidad de las vivencias. Enlazando con las ideas de Lukács, formula Oskar Becker (Die Hinfälligkeit des Scónen und die Abenteuerlichkeit des Künstlers, en Husserl-Festchrift, 1928, 51): ‘Hablando temporalmente, la obra sólo es en un momento (esto es, ahora), es ‘ahora’ esta obra y ya ahora mismo ha dejado de serlo!’ Y efectivamente, esto es consecuente. La fundamentación de la estética en la vivencia conduce al absoluto puntualismo que deshace tanto la unidad de la obra de arte como la identidad del artista consigo mismo y la del que comprende o disfruta”. Por tanto, como la obra sólo existe en un momento es imposible reconstruirla.
Gadamer, en Verdad y Método, viene a decir lo mismo cuando critica la postura de Schleiermacher: “La conciencia estética posee así el carácter de la simultaneidad, pues pretende que en ella se reúne todo lo que tiene valor artístico. La forma de reflexión en la que ella se mueve en calidad de estética es, pues, sólo presente. En cuanto que la conciencia estética atrae a la simultaneidad todo aquello cuya validez acepta, se determina a sí misma al mismo tiempo como histórica. [...] Están unidos el momento estético y el histórico en la conciencia de la formación” (Gadamer, 1960, 126). Por lo tanto, aunque la conciencia estética deba ser objetiva y “pura”, es, se quiera o no, histórica por la imposibilidad de apartamiento de lo heredado.
En este libro, Gadamer, llega a comprender que el problema de la historicidad en el arte afecta de manera directa a la reconstrucción de las obras musicales y a la profesión de intérprete o ejecutante musical, y especifica para este determinado caso: “La interpretación es en cierto sentido una recreación, pero ésta no se guía por un acto creador precedente, sino por la figura de la obra ya creada, que cada cual debe representar del modo como él encuentra en ella algún sentido. Las representaciones reconstructivas, por ejemplo, la música con instrumentos antiguos, no resultan por eso tan fieles como creen. Al contrario, corren el peligro de ‘apartarse triplemente de la verdad’, como imitación de imitación (Platón). La idea de la única representación correcta tiene incluso algo de absurdo cara a la finitud de nuestra existencia histórica”. [...] “El que estas obras procedan de un pasado desde el cual acceden al presente como monumentos perdurables no convierte en modo alguno su ser en objeto de la conciencia estética o histórica. Mientras mantengan sus funciones serán contemporáneas de cualquier presente” (Gadamer, 1960, 165). Porque, como dice más adelante: “Cada repetición es tan original como la obra misma” (1960, 168). Y continúa aclarando la cuestión: “La imagen no es copia de un ser copiado, sino que comunica ónticamente con él” (Gadamer, 1960, 192). Así, igualmente, lo que nos importa de cara a la interpretación musical es que la versión óptima es la que de sí mismo pueda tener la obra que, como nos es inaccesible, debemos buscar –comunicar- por medio de los intentos interpretativos. Nuestra interpretación no será, pues, más que un intento de comunicación con la verdad óntica de la propia obra. “La ‘idealidad’ de la obra de arte no puede determinarse por referencia a una idea, la de un ser que se trataría de imitar o reproducir; debe determinarse por el contrario como el ‘aparecer’ de la idea misma” (Gadamer, 1960, 193). “En consecuencia” –recalca–, “forma parte de la esencia de la obra musical o dramática que su ejecución en diversas épocas y con diferentes ocasiones sea y tenga que ser distinta” (Gadamer, 1960, 198).
Después de esto nos aclara la función del intérprete poniendo como ejemplo a los restauradores de monumentos: “Las obras arquitectónicas no permanecen impertérritas a la orilla del río histórico de la vida, sino que éste las arrastra consigo. Incluso cuando épocas sensibles a la historia intentan reconstruir el estado antiguo de un edificio no pueden querer dar marcha atrás a la rueda de la historia, sino que tienen que lograr por su parte una mediación nueva y mejor entre el pasado y el presente. Incluso el retaurador o el conservador de un monumento siguen siendo artistas de su tiempo” (Gadamer, 1960, 208).
Continuando con sus críticas a Schleiermacher, nos dice: “Esta determinación de la hermenéutica acaba tiñéndose del mismo absurdo que afecta a toda restitución y restauración de la vida pasada. La reconstrucción de las condiciones originales, igual que toda restauración, es, cara a la historicidad de nuestro ser, una empresa impotente. Lo reconstruido, la vida recuperada desde esta lejanía, no es la original. Sólo obtiene, en la pervivencia del extrañamiento, una especie de existencia secundaria”. [...] “Es evidente” –sigue diciendo Gadamer– “que la reconstrucción de las condiciones bajo las cuales una obra trasmitida cumplía su determinación original constituye desde luego una operación auxiliar verdaderamente esencial para la comprensión. Solamente habría que preguntarse si lo que se obtiene por ese camino es realmente lo mismo que buscamos cuando buscamos el significado de la obra de arte” (Gadamer, 1960, 220).
Revisando la aportación de Hegel a esta cuestión, Gadamer comprende que para el maestro de Stuttgart existe una clara conciencia de la impotencia de cualquier restauración: “En Hegel: la investigación de lo ocasional que complementa el significado de las obras de arte no está en condiciones de reconstruir éste. Siguen siendo frutos arrancados del árbol. Rehaciendo su contexto histórico no se adquiere ninguna relación vital con ellos sino sólo el poder de imaginárselos” (Gadamer, 1960, 221). Para Hegel, concluye diciendonos: “La esencia del espíritu histórico no consiste en la restitución del pasado, sino en la mediación con la vida actual” (citado por Gadamer, 1960, 222).

En resumen, si comprendemos de todo lo expuesto que se han ofrecido como razones adversas:
-la imposibilidad de la objetividad a causa de la personalidad de los propios intérprete y a causa de los materiales, técnicas y mecanismos con los que están hechos los instrumentos;
-la imposibilidad de sacar las obras del contexto histórico y, más allá del contexto de las mentalidades los tempi;
-la imposibilidad de encontrar patrones o cánones universalmente aceptables para todos los músicos de una misma época;
-la imposibilidad de describir los sonidos (tan imposible como describir sabores);
-el peligro de querer reconstruir y sin embargo embalsamar
-la dificultad para saber si lo que queremos reconstruir fue la primera versión, la segunda..., la última?;
-la imposibilidad de establecer una sistemática en el uso de adornos, puesto que estos cambiaban continuamente;
-la contrariedad de que se prohiba el vibrato cuando los tratados lo aconsejaban;
-la constatación de que el deseo de realizar una interpretación fiel al original implica una imitación de la imitación; y, por último,
-la aceptación de que la reconstrucción es, como dice Gadamer, una empresa impotente;
llegaremos a la conclusión de que existen más razones de peso en contra que a favor de la posibilidad de la reconstrucción fiel del original.

CONCLUSIONES
Es indudable que el mayor conocimiento de los hechos del pasado, todo lo que envolvió a la creación y reproducción de las obras, es enriquecedor para la ejecución de un intérprete musical. Éste debe plantearse cuál es su misión. En este trabajo se ha especulado con dos opciones: intentar reconstruir cómo se tocó y oyó en la época, y una segunda de la que se ha hablado de pasada porque las dimensiones del estudio de esa materia requerirían mayor amplitud de la que se puede abarcar en este artículo, que es la de cómo la deseó el propio compositor.
En este trabajo, que tiene por finalidad cuestionarse el color, esto es, el sonido resultante de la ejecución musical en torno a los parámetros historicistas y Romántico (que es el que hemos heredado), plantear el debate a favor o en contra de la reconstrucción de las plantillas orquestales, de los timbres usados (qué tipo de instrumentos) y las técnicas debidas para ser tocados o entonados, es lo correcto, porque delimitando el campo del estudio historicista estas son las razones y conclusiones a las que podemos llegar. Pero todo esto sólo serviría para contestar a la cuestión de ¿cuál es el color que debe buscar un instrumentista hoy al interpretar una obra del pasado, la que cree que resulta de la reconstrucción histórica de los datos de instrumentos y técnicas del momento o la que con el legado musical escrito y los avances técnicos heredados sea posible y óptima?
Pero si quisiéramos contestar a la pregunta más amplia de ¿qué criterios debe aplicar un intérprete cuando se enfrenta ante un legado musical escrito (una partitura) para interpretar esa obra?, creo que el intérprete se debería plantear tres criterios más a los dos ya mencionados.
Hemos visto como criterios de interpretación los dos siguientes:
El criterio historicista: reconstruir las obras tal como fueron tocadas en su época; y
El criterio subjetivo: reconstruir la obra tal como creemos que la hubiera deseado escuchar el compositor.
Los otros tres criterios de interpretación posibles son:
El criterio literal: reconstruir la obra tal y como establece la partitura escrita.
El criterio objetivo: reconstruir la obra tal como la propia obra (por su estructura y/o significado) indica. Y
El criterio libre: reconstruir la obra dejando que el intérprete se exprese libremente usándola a ella como instrumento[5].
Existe un sexto criterio que podría mejor denominarse uso y que consiste en interpretar las obras tal como las capacidades y los medios permiten, ya que por más que a veces los intérpretes pretendan un criterio y unos objetivos concretos sus cualidades o las cualidades de las personas con las que trabajan o sus instrumentos y los instrumentos de las personas con las que trabajan, coartan de manera sustancial sus pretensiones.
Pero en niveles profesionales, podría decirse que sin duda, los intérpretes suelen hacer un uso muy ecléctico de los cinco criterios. El hecho de haberlos separado para poder reflexionar sobre ellos de manera disociada es un ejercicio intelectualmente muy higiénico que puede aportar mucha claridad al ejercicio de esta profesión.
En este artículo, ahora que hemos visto los distintos criterios, podríamos decir que hemos hablado de una época en la que de manera desmesurada uno de los criterios quiso imponerse por encima del otro, quizás como reacción ante la época en la que el quinto criterio arrasó todas las mentalidades de intérpretes y público.
El conocimiento de los elementos históricos y de los deseos del compositor, la correcta comprensión de los legados escritos y la comprensión del espíritu o sentido de la obra son elementos enriquecedores para cualquier intérprete que no deben ser orillados. Pero también lo han de ser para el público, la crítica y los programadores que deben distinguir entre la moda y la expresión artística de los reconstructores de obras musicales. El conocimiento, pues, ha de llevar al mundo del arte a una posición eminentemente tolerante y no, como viene ocurriendo durante los últimos treinta años, dogmática.

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- Goldberg. Revista de música antigua. Nº 11. Junio-agosto 2000. Goldberg ediciones. Pamplona.
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[1] “Cuando dirijo la Misa en si menor de Bach con una orquesta moderna, aunque la interpretación sea la mejor posible siempre hay algo que se pierde, ya que los músicos tocan instrumentos que no han sido concebidos para esa música. Todos los instrumentos de cuerda han sido modernizados, incluso durante el siglo XIX.” (BRÜGGEN, Goldberg 11, 2000, 42)
- "Este verano hemos grabado la obertura del Barbero de Sevilla de Rossini. [...] Hemos devuelto a esta música las condiciones en que se compuso, respetando el texto hasta el mínimo detalle" (Alessandrini en Goldberg nº 17, 2001, 48).
- "Para interpretar acertadamente las quince estrofas de una canción medieval, tendría que pensar en las distintas maneras en que fueron interpretadas en su momento, e introducir en su ejecución ese tipo de variedad" (Picket en Goldberg nº 18, 2002. 36).
-“El Lamento d'Arianna, la parte conservada de la ópera de Monteverdi, fue ejecutado originalmente sólo por violas y una voz. Ésa era la manera tradicional de interpretar un lamento" (Picket en Goldberg nº 18, 2002. 44).
- Peter Holman muestra su "oposición a las escenificaciones modernas de óperas barrocas. [...] Habría que darle la oportunidad de experimentarlas tal como son" (Holman en Goldberg nº 19, 2002. 42).
-“Por supuesto, cuando lees las fuentes antiguas, acabas por tomar de ellas lo que más se adecua a tu personalidad, pero tienes que ser cuidadoso; no puedes introducir algo que no esté allí de ninguna manera. Si todas las fuentes barrocas nos hablan con gran detalle sobre la articulación y su importancia, tú no puedes simplemente desechar ese elemento, y lo mismo sucede con el vibrato. Debes trabajar con lo que las fuentes te dicen y pensar cómo aplicarlo” (Koopman en Goldberg, nº 24, 2003. 45-46).
-“BWV 205a se ha perdido, y creo que es imposible reconstruirla como la interpretó Bach” (Koopman en Goldberg, nº 24, 2003. 47).


[2] Para saber más sobre este tema puede consultarse: MEYER, L. B. 1956 Emotion and Meaning in Music, University of Chicago; ed. cast.: Emoción y significado en la música, trad. José Luis Turina de Santos, Madrid, Alianza, 2001.

[3] “Tanto en la copia de instrumentos originales como en las técnicas de interpretación no se puede simplemente aplicar reglas que no nos garantizan que estemos en lo correcto. La música es el campo de la libertad” (Ghielmi en Goldberg, nº 27, 78). “Las reglas bien utilizadas” –nos explica de manera edificante el viola gambista– nos pueden ayudar a ampliar nuestra libertad y con ello el horizonte creativo, igual que los límites de la vida moral. […] Se llega a pensar que vivir sin reglas nos haría más libres, lo que es absolutamente falso. En el campo de la música las reglas nos llevan hacia una comprensión de nuestra personalidad que permite que esta estalle con más fuerza” (Ghielmi en Goldberg, nº 27, 79).
[4] METZGER, H. y RIEHN, R (Dirs.)
1979 Beethoven. Das problem der interpretation, Edition Text +
Kritik im Richard Boorberg Verlag DmbH & Co. KG; ed.
cast.: Beethoven. El problema de la interpretación, trad. no
consta, Cornellá de Llobregat, 2003.
[5] Puede verse a este respecto mi artículo: Criterios hermenéuticos y tipos de interpretación musical: una propuesta de definición. Publicado en la Revista Música y Educación. Madrid. Junio, 2003.

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