jueves, 24 de febrero de 2011

La pregunta por la funcionalidad en la Música Contemporánea

Si hay algo que se aprecia como un continuo estable en la apreciación del arte en la generalidad de la sociedad actual es la reducción de todas las posibles sensaciones o valores a un solo criterio: que me guste o no me guste. O sea, pareciera como que el deleite perceptivo primario hubiera conseguido fagocitar a todos los demás posibles parámetros de apreciación del arte. Cuando un espectador se presenta ante una obra (o una obra se presenta ante un espectador) decide su valoración por lo que su intuición estética le dicta sin tener en cuenta, en la mayoría de los casos, otros aspectos que pueden enriquecer el sentido de la obra.
La apreciación estética, desde mi punto de vista, debe superar el planteamiento kantiano de que el juicio del gusto debe ser sólo estético. Kant distingue entre intuición y reflexión, y aboga por que si hay algún interés ya no es mero gusto. Bueno, dice, es lo que por medio de la razón y por el simple concepto, place. Aunque distingue entre bueno para algo (lo útil) cuando place sólo como medio; y bueno en sí, cuando place en sí mismo. Pero la distinción clave que justifica la falta de comprensión del arte, y sobre todo del arte contemporáneo, para una gran masa de gente es la de confundir bueno con agradable, considerando lo agradable como aquello que place a los sentidos en la satisfacción. Considera Kant que agradable es aquello que deleita; bello es lo que sólo place; y bueno a lo que es apreciado, aprobado, es decir, cuyo valor objetivo es asentado. Pero los espectadores tienden a reducir los tres conceptos a uno solo: usan en realidad el concepto de bueno para denominar lo que Kant consideraría solamente agradable.
Mi aportación a esta preocupación valorativa tiene que ver con la necesidad de reflexionar en torno a la idea de si nuestra apreciación estética puede ser modificada por valores informativos del tipo: cómo está hecho, en qué época y contexto histórico, qué intenta representar, cuál es su significado, tiene alguna utilidad, etc. En fin: si el conocimiento de una obra puede modificar nuestra apreciación de ella. Yo considero que sí. Y esto nos lleva a valorar las obras de arte –y a partir de aquí me referiré exclusivamente a la música– según su funcionalidad.
A lo largo de la historia la música ha cumplido con diversas funciones, unas utilitarias y otras históricas. En casi todos los tiempos ha existido música, por ejemplo, de baile, cuya funcionalidad (independientemente de las técnicas con que hubiera sido desarrollada) ha sido la de hacer bailar a los asistentes. En casi todos los tiempos ha existido música, por ejemplo, religiosa, cuya funcionalidad ha podido ser de deleite espiritual, de publicidad bíblica o evangélica y de exaltación de principios. Ha existido música para la meditación, música de protocolo de grandes actos sociales; música para acompañar las comidas, los paseos, el trabajo; música para enervar los espíritus y dirigirlos en las guerras, música para el deleite edificante, para la ensoñación, para avivar el recuerdo; ha habido música para entretener, para matematizar, para calcular (o para disfrute matematizando o calculando). Ha habido música en las competiciones deportivas, en los ritos de paso, en los desfiles militares, en las ejecuciones. Y cada una, por lo general, estaba compuesta para esa función determinada. Hoy día todo juicio ha quedado reducido a me gusta o no me gusta.
Uno de los mayores defectos de la percepción actual de toda la música histórica (me refiero con ello a toda la música de la que ha quedado vestigio como tal en partituras o grabaciones) hasta la segunda guerra mundial aproximadamente es que se la pretende valorar por su sola audición. Debemos recordar que ningún compositor anterior al siglo XX pudo ni siquiera imaginar la posibilidad de que la música se oyera sin ser vista su ejecución. Permítanme que busque un ejemplo para ilustrar esto: La posibilidad de que un compositor imaginara que su música se pudiera grabar y ser oída en un lugar (y en un tiempo) distinto al de su interpretación es tanta como la de, por ejemplo, imaginar que todos los actos que se han hecho ante un espejo en su historia puedan ser recogidos en el futuro por una cámara que los pueda leer y proyectar. Es por ello que la música histórica ha de ser considerada como un arte escénico que para su completo disfrute ha de ser oída a la vez que vista. Pero el oyente actual (tanto el preparado como el que no lo está) ha asumido de una forma demasiado natural que la música histórica es algo para ser sólo escuchado, y oye Bach, por ejemplo, en su coche, en la ducha o cuando toma café con unos amigos en su casa. Bach nunca hubiera podido imaginar que un español (pongamos del sur) en el siglo XXI iba a estar escuchando en su coche desde Osuna a Antequera su Pasión según San Mateo en alemán, sin estar presente en la iglesia, sin entender la lengua alemana, y además siendo ateo. Ni podría imaginar que una tarde un newyorkino haga footing escuchando en su mp3 el Magnificat sin entender latín, mientras corre por una calle llena de rascacielos y siendo judío. Ni podría imaginar que un grupo de amigos toma café en Japón oyendo de fondo su cantata Actus trágicus sin entender el idioma, ni la cultura de la que procede, sin saber nada de esa religión y sin saber que habla de la muerte.
La descontextualización de las obras de arte, aún teniendo el lado positivo de su difusión, ha creado una sensación generalizada que tiene que ver con la simplificación del concepto personal del gusto. Al final, los individuos (a lo largo de todo el mundo occidental u accidentalizado) votan en la urna del comercio valorando las obras con un solo criterio: si me gusta o no me gusta. Y ese “gustar” es un gustar simplificador que no tiene en cuenta contextos históricos, significaciones, programas, sentidos. Es un “gustar” que por mor de su simplificación valora en las obras históricas por encima de todo la melodía, independientemente de si está unida a un texto o no. Además de la melodía valora superficialmente elementos anecdóticos del tipo: dificultad de interpretación, virtuosismo, espectacularidad, etc. Todos elementos con poca profundidad.
El público del siglo XX y XXI no entiende nada porque cree que todo ha de ser valorado del mismo modo y exalta lo melódico como indicio de belleza (pero es una belleza primaria). Sin embargo, llevado por el espejismo democrático, no sólo se atreve a opinar sino que proclama su opinión como referente estético, lo que ratifica con el criterio de valor de las democracias capitalistas que establece que lo más vendido es lo mejor. El público del siglo XX y XXI como sólo escucha música en su coche, en el equipo estéreo de su casa o en lugares incidentales, como la televisión, el centro comercial o su trabajo, cree que todo es lo mismo y lo valora todo por igual. Como el cansancio y el estrés dominan la vida cosmopolita, cuando no trabaja o busca relax o busca diversión, es ese el momento en que valora las músicas existentes y se pregunta si le son útiles para alguno de estos dos objetivos. La funcionalidad esperada es el entretenimiento placentero (ya sea cómodo o excitante) y ahí no cabe un recitativo, un coral, una compleja fuga y sobre todo no cabe la música atonal y contemporánea.
Algo similar, e igualmente aberrante, se produce en las artes plásticas. No tiene lógica que cuadros que fueron compuestos para lo alto de una chimenea en una habitación de caza o para una iglesia o un convento estén ahora aparcados en edificios contenedores donde las gente los percibe apilados y fácilmente orillables.
Para disfrutar del arte hay que comprender su contexto y su funcionalidad. En la música, los compositores, con la entrada del siglo XX tuvieron un sentimiento (generalizado en todas las artes) de agotamiento de los materiales y procedimientos constructivos. El individualismo creativo se hizo norma. Y fue ahí y entonces donde comenzó el culto a la investigación técnica compositiva, haciendo de ella una nueva funcionalidad de las obras. Se empieza a componer, pues, para investigar: investigar en colores, en sonoridades, en polirritmias, en politonalidades. Lo que supone que el oyente no se puede poner ante la obra esperando bellas melodías, cantos melancólicos y relajantes o ritmos que faciliten el baile. El oyente (que ahora ha de ser un escuchante) se ha de situar ante la obra con la perspicacia del que desea conocer las nuevas líneas de investigación.
A partir de principios de siglo XX comenzó una aceleración de los procesos innovadores (paralela a las rápidas transformaciones sociales y a los avances científicos y tecnológicos) y una incesante experimentación en busca de nuevas pautas estéticas. Los procesos técnicos compositivoscomenzaron a desintegración (deconstrucción), produciendo cuatro tendencias:
1. continuo crecimiento de los estilos musicales
2. surgimiento de diversos movimientos (entre ellos un nuevo Neoclasicismo de vocación ecléctica)
3. transformación del postromanticismo alemán en los estilos dodecafónicos.
4. regreso a idiomas más sencillos y populares.


Todos los elementos musicales se ven trastocados: la melodía vuelve a un barroco atonal: se dejan de elaborar grandes construcciones (como reacción al abuso anterior) y el discurso se hace continuo y atosigante (horror vacui). Aparece una desintegración melódica: los grandes saltos interválicos a posiciones no usuales se ponen de moda en comunión, paradójicamente, con el abuso del cromatismo. Y por otra parte, en algunos compositores permanece la influencia de lo popular, pero son los últimos vestigios de un nacionalismo decadente. En el parámetro del ritmo ocurre que, perdido el parámetro armónico, los compositores se refugian en él y en los timbres. Las estructuras rítmicas, pues, se hacen artificiosamente complejas buscando continuamente sorprender (desintegración rítmica). Desaparece el Tempo rubato: como reacción al periodo anterior. En la armonía se aprecia una desintegración armónica: la atonalidad se instala. Aunque algunos compositores, que todavía coquetean con estilos pasados, mantienen centros tonales aunque difusos. La disonancia, en este nuevo mundo atonal, se adueña del discurso.
Como ha quedado dicho, perdido uno de los tres parámetros de juego, se potencian los nuevos timbres con profusión. Los instrumentos tradicionales buscan en sí nuevas sonoridades. Aparecen, así, nuevos ataques de aire y nuevos golpes de arco. El vibrato deja de utilizarse por sistema. Se alterna el juego de las grandes orquestas con el de cualquier tipo de agrupación camerística. No obstante, las cuerdas siguen considerándose como un instrumento ideal para la audición de las disonancias. Continúan los grandes contrastes dinámicos. Con cambios extremos y, a veces, inmediatos. La creación de climas, no obstante, dirige los procesos dinámicos. Aparece un nuevo contrapunto "matemático". Perdido el deseo melódico, se elaboran muchas líneas atonales que se entrecruzan en una asimetría estudiada con el único objetivo de la expresividad. La información que se ofrece, por su parte, está orientada a la libre interpretación. Se renuncia al juego de expectativas creadas, para potenciar la creación de climas o ambientes. Paradójicamente, la música pura (sin intención expresiva) casi desaparece. Vuelve a existir una cierta obsesión por significar. La intencionalidad expresiva de carácter psicológico (lo inconsciente y reprimido) parece subyacer en la mayoría de las obras. Muchas obras se componen con significación o intencionalidad ideológica. Y las formas eclosionan y se atomizan. Permanece, no obstante, el interés por la "clásica” actuación en público.
El espectador debe tener en cuenta todo esto para comprender la obra en su contexto y valorarla desde ahí, desde el conocimiento, comprendiendo por qué se hace, contra que se enfrenta, y para qué se hace.
Después de la segunda guerra mundial una ola de pesimismo y desorientación invade la cultura. La revolución en las comunicaciones (radio, sonido grabado) se refleja en la producción musical, acentuando la influencia de los móviles económicos (mercado del disco) que relegan a las corrientes vanguardistas, primando los productos más comerciales. Se bifurcan, más que nunca, los caminos entre la música popular (ahora Pop) y la música académica. Los compositores con posturas más tradicionales (que regurgitan materiales del pasado) se esconden en la música de cine. La pérdida de referentes estéticos "fuertes" (pérdida de criterios para distinguir lo valioso de lo que no lo es) atomiza el mundo de la creación artística. Toda la creación artística entra en un cuestionamiento permanente: cuál es su objetivo, modos de disfrute, su relación con el mundo, con el público, con el poder. De este proceso se infiere, en sí, que el objetivo de la creación artística es el cuestionamiento como sistema. Todo ello enmascarado en una presunta continua tarea investigadora. El final del siglo XX se caracterizará, pues, por el cuestionamiento del hombre por el sentido. Conocida su capacidad de autodestrucción y habiendo entrado en otro milenio que no motiva ni inquieta sino que se presupone continuista y aburrido -una lucha continua por una supervivencia sin sentido-, el existencialismo de los años 60 se instalará en Occidente disfrazándose paulatinamente de entretenimiento alienante para ocultar las preguntas que, no obstante, todos los objetos creativos continuarán gritando. La creación musical academicista disminuye. La dificultad creativa de los nuevos lenguajes encamina a muchos compositores hacia líneas de trabajo más comercial alejándose del compromiso con el lenguaje que la Historia de la Música había descrito. La consideración de la vida como arte (que conlleva la consideración del arte como vida, o sea, la nada como nada y a la postre todo como todo, sin significación alguna y con todas las significaciones posibles), lleva a sustraer los objetos sonoros de la realidad para exponerlos como objetos artísticos, utilizando, por paradójico que pueda parecer, el mismo proceso compositivo que a lo largo de toda la Historia: seleccionar de entre lo existente adjudicándole significación. Muchas obras pretenderán crear perplejidad en el oyente, en el intento de cuestionar el orden heredado (visión academicista de la revolución de los 70), pero serán absorbidas y diluidas de inmediato por el orden comercial internacional dominante.
Lo parámetros musicales clásicos se ven transformados una vez más. - La experimentación tímbrica y estructural orienta la mayoría de las composiciones. La desintegración melódica surgida en el periodo anterior se mantiene y crece. Las referencias cromáticas desaparecen. Se utilizan intervalos sonoros de cuartos de tono y otras distancias inaprehensibles, gracias a la utilización de la nueva tecnología. Se desprecia la necesidad de aceptación del público. El ritmo deja de ser un referente estable. En la destrucción de esquemas anteriores, el ritmo también perece. La arritmia se instala para mostrar la "deconstrucción" de las estructuras creativas. Sin embargo, el deseo de sorprender continuamente (al hilo de los tiempos, necesitados de una continua persuasión, sugestión y seducción) dirige, en cierto sentido, el discurso rítmico. Con relación a la Armonía, no es sólo la atonalidad la que se instala sino el ruido. Prima el deseo de mostrar que todo sonido es susceptible de ser un elemento musical. (Al igual que en muchos artistas plásticos los objetos cotidianos sustraídos de su cotidianidad son susceptibles de ser considerados objetos artísticos, el ruido de un motor, de un susurro o de un grito también lo pueden ser). El elemento tímbrico, por ser el más primario, es el que adquiere mayor importancia (por único). Dejan de utilizarse los instrumentos tradicionales para dar paso a electroacústicos o se usan con aplicaciones inverosímiles. Se trabajan hasta el límite sus posibilidades sonoras (incluso con golpes, rasgueos, y modificaciones disminuidoras de su calidad). La calidad del sonido deja de tener preponderancia en favor del efecto sonoro. Adquieren relevancia las obras para instrumentos solos acompañados de sonidos eléctricos pregrabados (“bonita” metáfora de la sociedad actual). Las obras dejan de crearse para el escenario, pasando a escenarios multimedia. Continúan los grandes contrastes dinámicos, con cambios extremos y, a veces, inmediatos. La creación de climas, sigue dirigiendo los procesos dinámicos. Se da preponderancia al desarrollo anárquico de los fluidos sonoros con la intencionalidad de crear climas o ambientes. La información que se ofrece sigue estando orientada a la libre interpretación (en consonancia con una pretendida democratización del arte que revela la pérdida de referentes ya comentada). El juego, la intención lúdica de entretener, para ocultar las preguntas o preguntar jugando, dirige la intencionalidad de muchas creaciones musicales. A veces se busca en las obras la perplejidad como cuestionamiento del orden heredado. La pérdida del sentido (la razón débil, herida, moribunda) es el único y continuo mensaje que a veces parece quererse dar. Las formas eclosionan y se atomizan aún más. El formato que todo lo abarca y el que marca la pauta del tiempo y los contenidos es: el disco. (Lo material -lo comercial- se adueña de lo ideal).
Así, a grandes rasgos, se plantea la música contemporánea y así ha de entenderse, no simplificando todos sus valores al gusto ignorante. De esta manera, sí, la Historia podrá valorar positivamente las aportaciones del siglo XX y de nuestra contemporaneidad, comprendiendo la enorme apuesta por la investigación que hay en gran parte de los compositores de este periodo, compositores que se han mostrado comprometidos con su profesión de artistas creadores planteándose qué se ha hecho en la Historia de la música y qué es lo que nos toca hacer ahora a nosotros. Y el público no puede esperar de los compositores academicistas contemporáneos facilidades, para eso tiene el pop comercial.

Prof. Dr. José Carlos Carmona

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