miércoles, 3 de abril de 2024

Requiem Alemán de Johannes Brahms (1867)

Aunque los primeros esbozos del Requiem alemán se remontan a 1861, no es hasta 1866, tras el fallecimiento de su madre, cuando Brahms se plantea claramente su culminación. La fase compositiva más intensa debió ser en el verano de este último año, durante la estancia en Baden-Baden y en Zürich. Poco antes de completar la obra, Brahms pareció rendirse frente a la dificultad del empeño y así se lo hizo notar a Clara el 8 de marzo de 1867. Aunque por fin se estrenó en la Catedral de Bremen el 10 de abril de 1868 (Viernes Santo).

La elección y composición del texto son una realización creativa personal que tiene una importancia trascendental en la propia construcción de la obra ya que estos textos poseen una sensibilidad más cercana a la misericordia, la compasión y el optimismo que las obras habituales del género. Pese a su agnosticismo, Brahms y su época estaban anclados en la tradición occidental a la que pertenecen la Biblia y sus textos. Su conocimiento, pues, le permitía seleccionarlos, de la traducción realizada por Lutero, con una intencionalidad muy específica: permanecer impávido ante el dolor, tanto físico como espiritual, y ante la muerte; utilizar la espera para transformar el presente y forzar así las puertas de un futuro misterioso; y proyectar, por último, calma exteriormente, con resignación ante lo inevitable, buscando consuelo en la música para sí y para los demás. No será la redención tras la muerte su objetivo, sino la transfiguración tras ella y a través de ella.
A diferencia de la tradición católica, Brahms eludió por completo los textos que pudieran referirse al Juicio Final, a la vida perdurable o al Juez que castiga, elementos de la visión de un Dios cruel, necesario para mantener una moral represora tal como era el deseo de la Iglesia de Roma. Como curiosidad hay que reseñar que el nombre de Cristo nunca aparece mencionado en el Requiem lo que le ocasionó problemas con la curia de la Catedral de Bremen.
En realidad escogió textos que le ayudaran a meditar sobre la vida y la muerte para intentar encontrar un consuelo para su aflicción por lel fallecimiento, primero, de su amigo y protector Robert Schumann y luego por el de su madre.

1. Selig sind, die da Leid tragen. (Bienaventurados los afligidos, textos de San Mateo y Salmo CXXV).
En la oscuridad de sonoridades de instrumentos graves comienza la obra. Los grandes compositores nos muestran por medio de signos lo oculto de su pensamiento: Brahms suprime los violines (primeros y segundos) de la presentación de este gran adiós a la vida. En una orquesta tradicional de la época, alrededor de cuarenta instrumentistas que guardan un solemne silencio con el instrumento en su regazo. Los más oscuros, cellos (casi triplicados en número), contrabajos, trompa y órgano colorean de oscuro el primer paisaje sonoro cuya culminación en tonos brillantes estará a cargo de las oscuras violas también duplicadas.
Primero un unísono, sólo una nota triste sin armonía que da lentos pasos, inexorables, hacia su destino. Bastante lento y con expresión establece el compositor en el encabezamiento del movimiento. Luego un choque de notas (segunda menor) que ya nos colorea de sensaciones de séptima, de armonías románticas, el escenario musical. La función armónica de las séptimas es lo ambiguo como lo será el pensamiento de Brahms hacia la muerte, escogiendo textos religiosos cuando, sin embargo, no cree en la inmortalidad del alma, como afirmaba Max Kalbeck, biógrafo de Brahms.
Después una triste melodía que se desliza suavemente conducida por los cellos y repetida por las violas en dos voces alternativas que prepara la aparición del coro, flotante, casi incoropóreo, con las palabras Selig sind, die da Leid tragen (Benditos aquellos que lloran), estableciendo así el clima emocional que domina la obra: la serena aceptación de la muerte. Serenidad oscura que parece provenir de un mundo fantasmagórico más allá de la vida, un mundo donde cuerpos ingrávidos dirán, no a ningún dios ni juez supremo, sino al mundo con una cierta intencionalidad moral: benditos los que sufren, con el colofón de que ellos serán consolados. Pero es muy interesante preguntarse por qué Brahms cuando pone al coro a decir estas palabras lo deja solo. Solos, sin el acompañamiento de ningún instrumento que les ayude en la armonía. Los que lloran serán consolados, pero, ¿por quién?, si ellos cantan en un desierto de soledad (como musicó Victoria en los Responsorios de Tinieblas). Después sí, después la orquesta los abrazará para oír las repeticiones de sus letanías, siempre en suaves movimientos y en oscuros acordes que por momentos se iluminan y crecen en intensidad intencionada cuando el coro dice serán consolados, segunda repetición que ha venido precedida de un solo de oboe que, con su pureza sonora -simbólica, a mi parecer, sin duda- predice el optimismo de la siguiente frase.
En la segunda sección, las lágrimas serán generadoras de esperanza. Las voces, en gradación ascendente, diciendo Die mit Tränen (aquellos que siembran lágrimas), juntándose en una elevación armónica y tímbrica, darán paso, tal como dice el texto y pretende el autor, al texto werden mit Freuden (recogerán alegría). Y por un momento, en un pequeño climax sonoro, donde la tensión armónica viene acompañada de la rítmica y de la agógica, la alegría parecerá llenar el espacio, pero no de una alegría huera sino de la más pletórica y profunda de las alegrías, pocas veces tan bien pintada por la historia de la música. Una alegría que, a saber porqué, dura apenas un suspiro. Pero es el texto quien nos recordará que ellos se alejan, los que se van se alejan llorando (Sie gehen hin und weinen), pero llevan en sí las preciosas semillas (und tragen edlen Samen...) y pareciera que las arpas expandieran las semillas por la sonoridad inmensa y las flautas y los oboes predijeran con sus sonoridades vivas que ellos regresarán con alegría (und kommen mit Freuden) donde vuelve el pequeño tema antes esbozado que iluminó la oscuridad de la despedida y parecen regozarse todos los instrumentos en una fiesta de felicidad porque ellos vienen portando sus gavillas, [sus haces de alegría] (und bringen ihre Garben).
Y después vuelve a aparecer el tema oscuro del comienzo que estaba en fa mayor pero ya transformado en re bemol, como si la muerte se alejara. Y cuando el coro vuelve a decir benditos es increíblemente emocionante oír su terminación que se posa sobre un acorde de Fa mayor, límpido y claro, que confirma la esperanza. Y cuando, como al principio el coro tiene que decir aquellos que lloran ya no estarán solos sino, curiosamente, acompañados por los sonidos más agudos de flautas y oboes, como si lo más celestial, todas las categorías de lo sublime acompañaran a los que lloran (die da Leid tragen). A partir de aquí todo será más triunfal, como si la esperanza de la alegría eterna hubiera transformado todo lo amargo en victoria. Y las arpas, que antes simularon el llanto, se elevaran en transfiguración hasta el último acorde donde, al contrario que al principio, no suena ningún instrumento grave, sino que todo vibra en la cúspide luminosa de los agudos sonidos de flautas sonando. Sólo en un primer movimiento del Requiem ya hemos asistido a toda la narración de cómo la muerte es vencida por la esperanza, las lágrimas por la alegría.

2. Denn alles Fleisch es ist wie Gras (Porque toda carne es como hierba. Textos de San Pedro e Isaías).
Una monumental marcha, que recuerda en gran medida a un passacaglia, con un ostinato en las cuerdas y una peculiar y constante fórmula rítmica de los timbales que se convertirán en todo este número en la característica tímbrica principal y que, recordando los golpes del destino del Beethoven de la Quinta Sinfonía, querrán mostrar, igualmente, lo inexorable del fatum vital de los humanos. En este comienzo, además, se da un curioso juego de los chelos y contrabajos que continuamente irán tocando dominante y tónica, juego simbólico que podría tener un interesante significado: las notas dominantes tienen una atracción singular sobre las dominantes, esto es, la audición de una nota dominante en el bajo, dentro de la armonía tradicional, nos produce la espera de la tónica. Que todo este número esté plagado de dominantes seguidas de tónica bien puedo representar que toda vida tiende a la muerte. Más aún cuando la dominante implica tensión, vida, y la tónica descanso, muerte.
La tonalidad en la que plantea Brahms esta segunda pieza es la de Si bemol menor, la más oscura de entre las oscuras (las tonalidades bemoles son más apagadas y las menores las más tristes). La introducción, aun siendo triste, es sobrevolada por una brizna de esperanza representada por las flautas, oboes y violines que por momentos se muestran en Fa Mayor (tonalidad algo más luminosa), con una ligera melodía que volverá a aparecer algo transformada cuando el texto diga alegría y felicidad se unirán en ellos.
Extraña danza de la muerte, comparada a menudo con un canto de peregrinos, que anuncia la inexorabilidad de la muerte y que invita a una meditación sobre la vanidad de la existencia terrena y sobre la paciente espera de la venida del Señor en un texto que dice: “Porque toda carne es como hierba y toda gloria del hombre como flor de hierba. La hierba se seca y la flor se cae”. El canto se declama con la tristeza de los vencidos: una puesta en escena de la desesperanza vuelve a plantearse. Todo el pasaje se repite de nuevo en crecido matiz de fuerte, reafirmándose, como queriendo mostrar que lo dicho se cumple como máxima inevitable.
Tras ella aparece un pasaje algo más ligero con la frase “So seid nun geduldig, lieben Brüder, bis auf die Zukunft des Hern” (sed, pues, pacientes, queridos hermanos, ahora y hasta la venida del señor), para llegar a describir en dulce expresión tanto musical como literaria un ejemplo aleccionador: Mirad el agricultor que espera el precioso fruto de la tierra y es paciente. Y en ese momento entran las arpas, las flautas y todas las cuerdas en pizzicato, con un ligero punteado para –como si estuviéramos en la época de los dibujos musicales vivaldianos- acompañar con miméticas gotas esparcidas por el lienzo musical la descripción del texto que dice: hasta que recibe la lluvia matinal y nocturna (bis er empfaheden Morgenregen und Abendregen). Un infantil juego que los compositores han utilizado a través de toda la historia de la música.
La moraleja luego se repite por un coro ahora solitario: Sed pacientes (So seid geduldig).
Tras este pasaje se repite íntegramente toda la primera sección hasta llegar a una breve transición, indicada un poco sostenuto (cuerdas con sordina), que conduce a un himno de júbilo en el que el coro y la orquesta grita solemnemente: Pero la palabra del Señor permanecerá toda la eternidad (Aber des Hern Wort bleibet in Ewigkeit). Y mientras se dice “eternidad”, deteniendo la articulación de la palabra sobre su primera vocal para mostrar la sensación de tiempo inextinguible, en matiz de fortissimo, se desbocan todos los metales para mostrarnos su grandeza: ETERNIDAD. Y en línea con este mismo planteamiento Brahms comienza una fuga. La forma fugada siempre ha representado (Bach fue un gran potenciador de este artificio: recordemos Omnes generationes o Sicut locutus del Magnificat) la dilatación del tiempo. Una fuga, de hecho, es la repetición de generaciones de melodías en un continuum que pareciera no tener fin. Y en esta fuga, el propio texto lo recalca: Aquellos que el Señor ha redimido retornarán y caminarán hacia Él con júbilo (Die Erlöseten des Herrn werden wieder kommen, und gen Zion kommen mit Jauchzen). Tanto los conceptos de “retorno” como de “caminar” están idóneamente representados desde siempre en la forma fuga. Tema de fuga que concluye con la exaltación del grito: Freude, ewige Freude (Alegría, eterna alegría). Y los matices se modificarán con la plasticidad de las palabras: piano para decir dolor y suspiros y en ligerísimo crescendo creando una auténtica sensación de persecución quassi cinematográfica la orquesta y el coro dirán Wird weg müssen (deberán huir [del dolor y los suspiros]). La fuga comenzará de nuevo con el texto: Aquellos que el Señor ha redimido retornarán y hacia él caminarán con júbilo. Y será el júbilo el que impregne toda esta última sección que culmina con la unión de Freude (Alegría) y ewige ( eterna) y una coda donde los timbales inexorables acompañarán la alegría eterna con cascadas de cuerdas que ascienden y descienden para llegar a un trémolo final, casi eterno, de si bemol mayor, el más brillante de los tonos con bemoles. Una vez más Brahms ha expuesto el triunfo de la eterna alegría de la salvación sobre la fatalidad de la muerte.

3. Herr, lehre doch mich. (Señor, enséñame, pues). Textos del Salmo XXXVIII y del Libro de la Sabiduría.
Los oscuros colores del primer movimiento reaparecen en el tercero: sobre el espectral sonido de trompas, timbales y cuerdas -salvo violines-, el barítono inicia su lamento. El tono declamatorio muy cercano al recitativo, se revela idóneo para expresar la íntima zozobra del hombre ante la naturaleza imprevisible de la muerte. Él pide que le sea enseñado que le corresponde un final, y a su vida un resultado y que tendrá que abandonarla, todo ello en una lúgubre melodía que tiene por cimas las palabras Ende (final), Leben (vida) y abandono (davon muss). El coro repite el texto con efecto de eco, como si la comunidad fuera capaz de aliviar la soledad del individuo ante la muerte.
“Mis días –vuelve a introducir la voz solitaria del bajo- están hechos a medida de tu mano y mi vida es como nada frente a ti”. El coro vuelve a repetir el texto, y hay que apreciar con qué amor se dice “und mein Leben” (y mi vida) que en un crescendo desemboca en “ist” (es) (¡cuánta intensidad en el verbo ser, existir!), para luego pasar a un súbito silencio que deja decir en matiz pianissimo “wie nichts” (como nada) y la nada parece pintarse en un susurro mortecino.
¡Cómo las palabras inspiran la música en el compositor!
Leer y entender el texto apoyado por el mensaje sonoro ayuda a comprender el significado de los términos, esto es, de las sensaciones, de los planteamientos de un autor y, abstrayéndolo, ayuda a comprender toda la mentalidad de una época.
El grito del solista “und ich davon muss”(¡y yo tendré que abandonarla!), y su repetición suplicante es de un patetismo sin igual y precede a un fortissimo con redoble de timbales que bien pareciera el golpe de la muerte, semejante al que Fauré da en el comienzo de su Requiem y que supone el paso al más allá. Pero éste es de una fuerza y dramatismo sobrecogedor, casi dramático, con timbales que nos hacen llegar los ecos de la muerte.
Después del vacío llega el consuelo: motivos del viento acompañan las reflexiones acerca de la futilidad de una vida dominada por los intereses materiales. De nuevo aparece la pregunta clave y con ella la desesperación (molto crescendo) “Nun, Herr, wess sol ich mich troösten? (Ahora yo, Señor, ¿cómo podré consolarme?”. El coro, como un remanso, afirma la esperanza (yo espero en Ti –Ich hoffe auf dich) y el ambiente queda transfigurado con la aparición de una impresionante fuga: la inestable variabilidad que hasta ahora dominaba, desaparece ante una sólida e imponente forma que se afirma sobre un re extraordinariamente alargado, mantenido por contrabajos, contrafagot, trombones, tuba, órgano y timbales. Base firme y fuerte como la mano del Señor, a la que se confía la humanidad: La salvación de los justos están en manos de Dios y ningún tormento puede dañarlas (Der Gerechten Seelen sind in Gottes Hand und keine Qual rühret sie an).

4. Wie lieblich sind Deine Wohnungen. (Cuán amables son tus moradas). Texto del salmo LXXXIII.
Este movimiento tiene una límpida configuración tripartita y un ligero compás ternario. Con dulzura se extiende, empujado por el texto, hasta una pequeña cima melódica donde se pronuncia la palabra Zebaoth (Cielo). Las flautas y oboes, junto con la aguda nebulosa de sonidos que crean los violines, ayudan, también, en esta visión celestial.
En la repetición del texto, Brahms introduce un elemento nuevo en los violines que se repetirá en las voces y que es un “salto ascendente” de sexta, que aparenta ser como ese dulce salto que es la muerte desde lo terrenal a lo celestial. Todas las voces irán imitando ese mismo salto. Es muy curioso observar la partitura donde todas las figuraciones se muestran en ascenso (clarinetes y violas). E incluso el coro cuando ha de decir que su alma ansía los parajes del Señor (Sehnet nach den Vorhöfen des Herrn) dibuja una forma de escala en la que las voces, comenzando desde el bajo y en progresión ascendente (con matiz escrito de crescendo), avanzan desde lo grave a lo agudo elevando “el deseo” (sehnet) que será la cúspide de este encabalgamiento.
Después aparece una figuración nueva consistente en ligeros golpes de arco sobre la cuerda que producen, tal como está escrito, rápidos forte-piano (elevaciones de intensidad puntuales que decaen instantáneamente para seguir en la dulzura previa) y que exclusivamente se dan cuando acompañan a las palabras Leib und Seele freuen sich (Cuerpo y alma alégranse), esto es, durante cuatro compases creando un especial efecto de carácter pasajero, como palpitaciones o como si saltaran de alegría, con la curiosidad de que cuando el texto dice Leib (cuerpo) el acorde no está definido, no se sabe si es mayor o menor (alegre o triste) por carecer de la tercera del acorde que es quien lo define. Cuando dice alma (Seele), sin embargo, el acorde se define a mayor, alegre). Y con el verbo freuen (alegrar) sigue mayor aunque será otro acorde. Y todo esto ocurrirá exactamente igual cuando cinco compases más adelante se vuelva a repetir el texto: el acorde de cuerpo será neutro, y el de alma brillante. Como vemos, efectos dinámicos y armónicos se conjuntan para expresar una intención: quizás la de que lo realmente valioso es el alma, y que el cuerpo, más allá de razonamientos morales (bueno o malo, porque el acorde es neutro) es sólo un traje sin valor del alma.
Los saltos de sexta ascendente siguen propagándose, siempre en calidades suaves, mientras el texto dice benditos aquellos los que en tu morada habitan, hasta llegar a un espacio sonoro donde los violines harán pizzicatos creando una textura de alegría quassi juguetona, mientras los vientos más dulces se elevan a grandes alturas y el coro repite la estructura de cascada ascendente en saltos de sexta, siempre en pos de un cielo centrado en el término loben (alabar).

5. Ihr habt nun Traurigkeit. (Vosotros estáis ahora tristes). Textos de San Juan, Isaías y el Eclesiastés.
Algunos críticos (puede verse la breve reseña de David Cortés en la Enciclopedia de la Música Sacra, Ed. Altaya) establecen una relación directa de este número con el recuerdo de la madre del autor fallecida poco tiempo antes y en quien, dicen, pensó a la hora de crearla, por el contenido del texto seleccionado para esta sección donde se dice: “wie einen seine Mutter tröstet” (como una madre consuela), por la repetición de la frase “aber ich will euch wieder sehen” (pero yo os veré de nuevo) y por que sea una voz de mujer la que dirija todo el discurso de esta pieza, cuyo tema, el consuelo, no puede estar dirigida por voz más dulce.
La introducción de los violines, dulcificados por la sordina (pequeña pieza que se acopla a las cuerdas para hacer más dulce su sonido) ya describe y presenta el ambiente y el tema que se va a desarrollar, “Ihr habt nun Traurigkeit; aber ich will euch wiedersehen” (vosotros estáis ahora tristes; pero yo os veré de nuevo). Y acompañando la voz de la soprano las cuerdas pasan a tocar en forma pizzicato imitando un poco el caer de lágrimas, mientras ella entona una melodía lenta y melancólica que da especial relevancia, elevando a categoría sublime la palabra Traurigkeit (triste), exaltación que, luego veremos, coincidirá melódicamente con la de grossen (gran) para hablar del consuelo y, finalmente, Freude (alegría), al referirse a ella como lugar al que se vuelve al estar bajo el cobijo de Él. Estos pequeños climax en las melodías, como ya se puede deducir, no están sublimados por azar sino porque estos tres términos polarizan todo el discurrir melódico de la pieza. Brahms, pues, sigue dibujando con cada nota las palabras y con cada palabra la música; y juntas: el sentido.
Cuando se oye esta pieza realmente se tiene la impresión de estar ante una canción de cuna que canta una madre para serenar al hijo al ir a dormir. Un largo sueño es también la muerte y esta melodía de consuelo cumple, sin duda, una función similar.
Brahms mantiene la coherencia formal de toda la obra no dejando a la soprano intervenir sola, lo que desequilibraría quizás el contenido estructural global sino que la acompaña con el coro, auténtico protagonista de todo el Requiem, que creará una alfombra de sonido sobre la que ella deslizará su canción. Sin embargo, sólo habrá un instante en la que el coro cantará solo, cuando tenga que decir “wie einen seine Mutter tröstet” (como una madre consuela). Porque la soprano no puede alabar el personaje que, en cierto sentido, representa, sin embargo, el coro, que podría representar la totalidad de “sus hijos”, todos los que “están tristes”, sí puede. Este es un pequeño detalle que demuestra, una vez más, el enorme cariño con el que Brahms elabora sus obras.
El juego armónico, entretanto, es de una complejidad enorme: partiendo de sol mayor (con un sostenido en la armadura), una tonalidad brillante para unas ideas esperanzadoras, navega por tonalidades muy distantes, sol menor y si bemol mayor (con dos bemoles), si mayor (¡con cinco sostenidos!, de un salto), con enfatización por mi sostenido mayor (con seis sostenidos) para desembocar en un terrible, pero pasajero, acorde de séptima disminuida que viene a caer sobre la palabra “gehabt” (pena), pero que modulando de nuevo nos deposita suavemente en este triste viaje pena y preocupación sobre un brillante re mayor en “ich will euch trösten” (yo os consolaré). Una maravilla de artificio creativo.
Con una forma tripartita, como casi todas las anteriores, a la sección segunda seguirá una repetición de la primera que concluye con la repetición por tres veces de la promesa esperanzadora “yo os veré de nuevo” (ich will euch wieder sehen), que de nuevo establece la cita en un cielo de agudos sonidos de flautas, oboes, clarinetes y violines, donde nada oscuro (se han suprimido en el acorde todos los instrumentos de sonoridad grave) ensombrece la prometida visión celestial.

6. Denn wir haben hie keine bleibende Statt (Porque nosotros no tenemos aquí una morada estable). Textos de Hebreos, Corintios y Apocalipsis de San Juan.
A modo de canto de peregrinos comienza el penúltimo número, donde al paso del pizzicato lento de los chelos y contrabajos parecen caminar los que saben que nosotros no tenemos aquí una morada estable (wir haben hie keine bleibende Statt), pero buscan la futura (sondern die zukünftige suchen wir), hasta que la voz del profeta viene a revelar un misterio (ich sage euch ein Geheimnis) (es el momento en el que el sentido de toda la obra cambiará, es el momento en el que el sentido de la muerte se transfigura): ¡Nadie morirá! (Wir werden nicht alle entschlafen –no todos nos sumiremos en el sueño ­–en traducción más literal-), sino que ¡seremos transformados! (wir werden aber alle verwandelt werden) y los instrumentos de viento madera modulan con escalas cromáticas como queriendo dibujar ya la “transformación”.
La textura se acelerará cuando el barítono solista que representa al profeta (o a la voz de Dios) diga que todo esto sucederá de súbito (dasselbige plötzlich). Y esta nueva dinámica permite dar paso al episodio de una especie de correlativo luterano del Dies Irae católico, pero con epílogo positivo y glorioso. Musicalmente representa, al igual que en el Requiem de Mozart o de Verdi, la dramática escenificación del resurgir de los muertos incorruptos tras la llamada de la última trompeta: atronadores sonidos del tutti orquestal y coral, con vibrantes y continuas ráfagas de sonidos apoyados por golpes de timbal que en esta ocasión, en este Requiem, se transforman de juicio sumarísimo, donde ni siquiera los justos estarán seguros, como dice el texto católico en las otras dos misas nombradas, en acto de transfiguración (wir werden verwandelt werden –nosotros seremos transfigurados) y en burla a la muerte: ¡Muerte, ¿dónde está tu guadaña?!; ¡Infierno, ¿dónde está tu victoria?! (Tod, wo ist dein Stachel! Hölle, wo ist dein Sieg!). Durante toda esta gran orgía de sonidos el compositor irá jugando con las tonalidades de Do menor con ligeras enfatizaciones hacia do mayor que nunca serán estables hasta que al final de la sección la tonalidad de Do mayor, la que significa mayor pureza (ninguna alteración en la armadura) y brillantez se consolide sobre la palabra ¡triunfo! (Sieg).
Tras esta colosal mofa a la muerte, Brahms desplegará una fuga inmensa de alabanza y agradecimiento al Señor sobre el texto: “Herr, du bist würdig zu nehmen Preis und Ehre und Kraft” (Señor, tú eres digno de recibir gloria, honor y poder), toda ella siempre alrededor de la tonalidad de Do mayor. Esta fantástica fuga muestra sus significación más en la propia construcción arquitectónica, fuerte, estable y poderosa, que en concretos símbolos de vinculación entre una palabra y su música. El acrecentamiento de tensiones y las construcciones piramidales de entradas de voces in crescendo hacia el realce de términos como Herr, würdig o Kraft (Señor, digno y poder), ejes del texto, gobiernan toda su estructura: una exposición seguida de un stretto (encabalgamiento de entradas de voces a muy poca distancia), seguido de un primer divertimento (sección de libre creación, aunque toma, para modificar, elementos ya presentados) con el solo acompañamiento de cuerdas, fagotes y trompas, continuado por una reexposición, un segundo divertimento, un segundo stretto, un tercer divertimento dividido en dos partes, un tercer stretto con cuatro entradas, el último divertimento y el stretto final. Un gran trabajo arquitectónico que finaliza con la palabra Kraft (poder) sobre el límpido y glorioso Do mayor.

7. Selig sind die Toten (Bienaventurados los muertos). Texto del Apocalipsis de San Juan.
Con la equilibrada visión de cerrar la obra, de hacerla en cierto sentido circular para darle mayor coherencia, muy en la habitual línea compositiva de Johannes Brahms, el séptimo y último movimiento, se relaciona en muchos sentidos con el primero.
La indicación en la partitura al comienzo de este tiempo de Fierlich (solemne), se adapta bien al clima y a la concentración expresiva de un fragmento en el cual la muerte, muy distante de cualquier visión terrorífica, aparece como un reposo en la serenidad y el abrazo divinos. La primera sección, sobre los versos Selig sind die Toten, die in dem Herren sterben, von nun an (Benditos sean los que mueren en el Señor ahora y siempre), está inundada de un impulso lírico notable, reflejado en el amplio fraseo de voces y orquesta, que se repetirá con una instrumentación más densa.
La segunda sección, construida en torno al concepto ruhen (reposen), está muy emparentada con el concepto de Requiem de la misa católica y plantea una cuestión que para un compositor, un artista que crea obras intemporales, debió tener mucha importancia: que descansen “para que sus obras les sobrevivan” (denn ihre Werke folgen ihnen nach). Muchas veces se ha dicho de los compositores que han compuesto Requiem dedicados a la muerte de sus amigos o familiares, como es este caso, el de Mozart o el de Verdi por poner tres ejemplos significativos, pero lo que parece indudable es que un compositor, ante un esfuerzo de creación de tamaña envergadura, no ha de poder evitar la reflexión sobre su propia vida, su propia existencia y su propia muerte. Cuando un autor que ha seleccionado los textos para su propia obra la concluye eligiendo el pensamiento de que todos descansarán pero sus obras les sobrevivirán, está, indudablemente, elaborando su propio testamento vital. Brahms era consciente del espíritu romántico de creador que trasciende más allá de su tiempo y sabría ya que ésta sería una de sus obras emblemáticas.
El Requiem, pues, concluye con la referencia al Selig sind (Benditos sean) del comienzo, recuperando los mismos elementos de la coda de aquel primer fragmento, con los arpegios del arpa que ascienden hasta un cielo de agudas notas claras, promesa del último viaje hacia la gloria.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Requiem en Re menor, K. 626 de Mozart. (1791).


En julio de 1791 se presentó en casa de Mozart, en Viena, un desconocido para encargarle un Requiem, muy bien pagado y bajo promesa de que no hablase a nadie del encargo ni de sus condiciones. Días después, nacía el último hijo de Mozart, Franz Xaver Wolfgang. Este acontecimiento y también un nuevo encargo de la ópera de Praga para la coronación como emperador de Bohemia de Leopoldo II hicieron que Mozart se retrasase en este trabajo. El desconocido le visitó varias veces instándole a acabar el encargo. Entretanto, Mozart marchó a Praga y escribió a toda velocidad la ópera requerida, La clemenza di Tito. A su vuelta a Viena compuso el Concierto para clarinete y poco después asistió al estreno de la flauta mágica (el 30 de septiembre). Sin duda, debido a esta acumulación de trabajo no tuvo ocasión ni deseos de continuar el Requiem.
En una carta a un amigo, Mozart mencionó su preocupación: “Mi cerebro está trastornado. Mis ideas se oscurecen. Sólo con mucha dificultad puedo concentrarme. No puedo apartar de mí la imagen de aquel desconocido que me pide insistentemente que le entregue el trabajo... Tengo que acabar mi Requiem. No lo puedo dejar incompleto.” (W. Hindelsheimer, 1977). Empezó la composición de esta obra en octubre, pero se encontraba enfermo e histérico, y hasta decía que le habían envenenado. Probablemente todo aumentaba su obsesión con respecto al Requiem. Lo interrumpió otra vez para escribir la Pequeña cantata masónica, que terminó el 15 de noviembre. Trató de continuar su trabajo, pero su estado agravó. Murió el 5 de diciembre de aquel mismo año.
El misterioso emisario era el mayordomo, o el abogado —según otras fuentes—, del conde Franz von Walsegg-Stuppach, compositor aficionado que quería dedicar un Requiem a la memoria de su esposa y que, no sintiéndose, sin duda, capaz de escribirlo, pensó encargarlo a Mozart para luego hacerlo pasar por suyo. De hecho, el Requiem quedó incompleto. Mozart escribió el Introito y la Secuencia (Dies irae, Tuba mirum, Rex tremendae, Recordare, Confutatis y el comienzo del Lacrimosa) y dejó apuntes de otros números hasta el Hostias. Su discípulo Franz Xaver Süssmayr reconstruyó el resto. Una reconstrucción que a mi parecer –y no es el parecer generalizado de todos los críticos- fue muy honesta: la segunda mitad del número que dejó sin concluir podría decirse que es la repetición de la primera con el texto que faltaba por musicar. Del siguiente número, el Domine jesu, Mozart dejó escrito todo el coro, el bajo cifrado y algunos pasajes de acompañamiento de los violines. (El bajo cifrado es la parte que tocan los chelos, los contrabajos y –lo principal- el órgano que acompaña. Para que éste acompañe se escriben bajo las notas una numeración que establece todo el acorde completo que debe dar, e incluso, a veces hasta parte del dibujo melódico que debe describir la melodía. Sólo con este bajo y la parte del coro ya sabe cualquier músico el desarrollo completo de los acordes y, por ende, casi la forma total del número). En la realización sólo podría cambiar algunos detalles de la orquestación, que, realmente, no aportarían nada decisivo. En el siguiente número, el Hostias, pasa casi igual, Mozart dejó escrito el coro y el comienzo de las cuerdas. Süssmayr mantuvo el dibujo de esos violines apenas esbozados. En el andante con moto de este número, su segunda mitad, parte importante que volverá luego a repetirse, según la partitura con la que trabajo (la Breitkopf & Härtel, n. d.), una partitura muy minuciosa, todo el coro también fue compuesto por Mozart. Sin embargo, el Sanctus el Benedictus y la primera parte del Agnus Dei, sí fueron hechas por completo por su alumno ya que estas son parte obligadas de la Misa que debían ser escritas si quería completarse. La viuda de Mozart, unos meses después de la muerte de su marido, entregó la partitura completa de la obra al enviado del conde Walsegg-Stuppach como si hubiese sido escrita enteramente por Mozart. Realmente estas partes que él completó debieron probablemente estar hechas con fragmentos o notas del propio Mozart que no nos han quedado, ya que esta música tiene un nivel infinitamente superior al de las producciones posteriores de Süssmayr. Decíamos que su reconstrucción fue muy honesta y acertada pues, además de todo lo dicho, tuvo el enorme acierto de volver a tomar en el Agnus Dei todo el fragmento inicial del Requiem aeternam y la soberbia fuga del Kyrie para finalizar redondeando la forma completa de la obra y dejándola compacta y como un monumental edificio sonoro.
La orquestación se basa en la plantilla de estilo clásico a la que se le suman instrumentos de sonoridades oscuras y algunos poco frecuentes: 2 Corni di Basseto que son una especie de clarinetes contraltos, esto es, clarinetes de sonoridad especialmente grave; 2 fagot, los equivalentes en viento a la sonoridad de los violonchelos; dos trompas, tres trompetas y los timbales que apoyarán decisivamente la sonoridad oscura de lo fúnebre.

1. Requiem   

El primer número, Requiem (descanso), comienza con suaves sonoridades ligeramente ascendentes que crean una pequeña nebulosa como de irrealidad y que preceden a los cuatro toques de trompetas tan característicos de los elementos mitológicos fúnebres. Así, y desde las profundidades de los sonidos, los bajos van cantando un tranquilo requiem que va ascendiendo a medida que las voces van entrando escalonadamente de grave a agudo. Con el coro, la figuración de las cuerdas ha cambiado para pasar a un dibujo sincopado de enorme fuerza. Este dibujo será característico de la obra mozartiana en lo referente a la fuerza del destino: el destino avanza inexorable con dolorosos pasos. Este acompañamiento aporta una fuerza inusitada al desarrollo coral.
El carácter del número cambia cuando el texto dice et lux perpetua luceat (y que tu luz perpetua los ilumine) donde por primera vez se pasa del tono en modo menor que se venía oyendo desde el principio al modo mayor, precisamente, de sonoridad “brillante”.
El carácter, tras un breve solo de soprano que alaba al Señor, vuelve a resurgir violento e impetuoso desde las cuerdas que asumen, de nuevo, una forma rítmica especialmente característica de la imagen del destino que avanza imparable con pasos dolorosos, hasta el coro que grita Exaudi (¡atiende!, ¡oye!). Y aquí, si el grito está justificado podría no parecer lo mismo con los pasos dolorosos de las cuerdas. Pero, observemos, qué va diciendo el texto: primero dice, sí, atiende, oye, pero lo que está diciendo al completo es Exaudi orationem meam; ad te omnis, omnis caro veniet (atiende mi oración; hacia ti todos los cuerpo van). Es aquí donde se presiente musicalmente todo ese caminar de muertos hacia Él que en el fondo es un caminar del destino de nuestras vidas arrastrando el peso de nuestras conciencias.
Se vuelven a repetir los textos del requiem aeterman dona eis requiem casi con la misma figuración pero añadidas ahora ligeras notas al dona eis que no me resisto a pensar que tiene algún significado del corte de describir cómo es toda una multitud caminante la que ruega.
Termina este número con una buena fuga no escolástica de corte haendeliano con los textos Kyrie eleison, Christe eleison que no es sino un puro juego formal de tensiones que se acumulan con gran efecto sonoro pero sin especial sentido simbólico. Es la gran construcción técnica de un maestro, interesante sólo como técnica. Sin duda Mozart había llegado a ese momento profesional en el que es más músico que creador. Creador en el sentido de recreador de sensaciones. Y músico en el sentido de otorgar más importancia a los elementos técnicos que a los resultados expresivos. La fuga, no obstante, es soberbia. Tendremos posibilidad de apreciar de nuevo sus dotes expresivas en los siguientes números.

2. Dies irae

Día de ira aquel día
en que los siglos serán reducidos a cenizas
como profetizó David con la Sibila.

      ¡Cuánto terror habrá en el futuro
cuando venga el Juez
a exigirnos cuenta, rigurosamente!

Qué maravilloso texto expresivo en manos de un sublime compositor como lo fue Mozart. Texto que, por supuesto, da todo de sí en sus manos.
Primero una entrada en fuerte con toda la orquesta sonando en pleno. El coro que literalmente grita en Re menor Dies irae y las trompetas y timbales que les contestan creando una auténtica sensación de batalla militar, una carga de la caballería. Y no es para menos: la ira reducirá los siglos a cenizas, será la destrucción de la Historia. Y siendo la ira su destructora no parece que vaya a ser una destrucción pacífica fruto de la maduración de una especie sino al contrario el castigo a tantos siglos de ignominia. Todos los elementos de la obra, pues, crean tensión y un clima de terror que no decae cuando se presenta la figura del Juez (un juez de carácter severo e impecable como se verá) que no es que venga a pedirnos cuentas sino que cuncta stricte discussurus ([cuando el Juez venga] a todos severamente derribar –que es el verdadero sentido de la palabra discussurus-). Y Mozart así lo recalca los términos cuncta stricte.
Más adelante los bajos tomarán el texo quantus tremor est futurus y el coro sin ellos (o sea, las voces más agudas, las que podrían representar a las gentes) canta asustado dies irae, dies illa. Y para que se vea su miedo, Mozart los deja casi sin acompañamiento orquestal: los deja indefensos. Y esto se repite hasta tres veces. Al final, el Maestro vuelve a repetir esas dos palabras sobre las que antes hizo especial hincapié: cuncta stricte (a todos estrictamente), siempre en el clima de lo pavoroso.
Indudablemente es ésta una de las páginas más expresivas de todo el Requiem, página que en su época –aún hoy todavía- debería producir un temor enorme y una congoja absoluta. El texto de por sí ya es fuerte con toda esa carga de venganza y de falta de fe en el hombre, pero por si no se entendía en latín ya Mozart se preocupó de transformarlo en mensaje sonoro.

3. Tuba mirum
Con el toque de la Trompa sorprendente (Tuba mirum) (en la obra un trombón tenor) que ha de levantar a los muertos de sus tumbas para llevarlos ante el Juez supremo, comienza este número. Y el cantante bajo, como si de otro grave instrumento se tratara, repite el mismo toque de la trompa portentosa diciendo que ella expande su sonido y él imitándolo con una larguísima nota baja. La sorprendente trompa expande su sonido por los sepulcros reuniendo a todos ante el trono (Tuba mirum, spargens sonum, per sepulchra regionum coget omnes ante thronum). Consigue Mozart la sensación auténtica de que los sonidos de la trompa llevados de la mano, primero, del trombón y luego del bajo se expanden por entre las tumbas.
Aparece ahora el tenor comenzando por la palabra muerte y diciendo que tanto ésta como la naturaleza se quedan estupefactas ante semejante visión de muertos andando. Ambas cosas quedan plasmadas en la entonación del tenor: primero, cantando la notas que lleva sobre sí la palabra mors (muerte) en una tesitura muy alta que le obliga casi a desgarrar el sonido, siguiendo a esto la entonación de stupebit (estupefacta) que ha de cantarse aún más alto todavía en un giro de saltos inverosímiles imitando casi con sus desagradables graznidos la muerte de un pato (y la cita no es baladí: Carl Orff realiza casi el mismo juego en la burlona muerte del pato –que no del cisne- en su Carmina Burana, colocándole al tenor notas agudísimas con giros rápidos para que el resultado sea de un patetismo burlesco. Como se ve, ya antes Mozart lo había apuntado). El tenor continúa diciendo que la muerte y la naturaleza quedarán estupefactas con el resurgir de las criaturas. Y es curioso cómo en la palabra resurget utiliza unas apoyaturas (breves notas añadidas) que, además de aportar en el carácter escabroso –casi cómico- del ambiente, pareciera que pudieran intentar imitar el propio resurgir de algo, como un brote (porque en realidad así es como se podría definir el efecto de una apoyatura cantada: como un inesperado brote musical). Pero hay más: cuando dice que las criaturas se presentarán ante el Juez (creatura judicanti) la melodía, tanto del tenor como de los violines primeros, sube como por peldaños hasta una nota en la que se dice juez (Judicanti), como si ese ascenso fuera también real en el espacio: la subida por una escalinata para ponerse a los pies del Juez.
Frases de solistas continuarán desbrozando el texto hasta llegar a Judex ergo sedebit donde literalmente sienta al Juez por medio de una leve bajadita musical en el que parece posar a alguien desde una altura. Mientras, todo este tiempo, la orquesta ha ido realizando un sobrio acompañamiento pero que muestra a todas luces un imperturbable caminar de muchedumbre hacia algún destino inexorable.
La atmósfera cambiará sólo cuando dice la última frase que –atención- repite un número de veces ilógico: cum vix justus sit securus (cuando apenas los justos estarán seguros). Y digo ilógico porque en este número nada se ha repetido y sin embargo esta frase se despliega en trozos con hasta diez células algunas de ellas repetidas. ¿Qué concepto de Dios se establece en el texto de este Requiem, un requiem tipo de la época de Mozart? Sin duda el de un Dios implacable, vengativo, justiciero hasta el punto de provocar miedo en los justos. Porque los justos no sólo son, en principio, los que la gente considera justos, sino parece el término genérico de justo: los que de verdad lo son. Y si los justos apenas pueden estar seguros, ¿no habrá aquí un guiño a que no merece la pena el esfuerzo? El coro primero lo susurra –sotto voce, escribe Mozart- y la última vez en un crescendo vuelve a expresar vix justus sit securus.

4. Rex Tremendae

Rey de espantosa autoridad: Rex tremendae majestatis
Así comienza este cuarto número del Requiem. Aquí podremos ver –y oír- un concepto de rey que pasa fundamentalmente por ser un rey del miedo. Apreciaremos un trato de súbdito inferior y suplicante, asustado. Será una pieza toda ella embargada de temor.
El ritmo comienza por ser pesante, marcando profundamente cada uno de los acordes. La cuerda volverá a tomar su figuración violenta ya aparecida en los números Dies irae y Requiem que imprimen una fuerza y un patetismo terrible a la escena. El coro, en esa atmósfera, gritará Rex pero no con carácter de aclamación sino casi de pavor, como una madre puede gritar cuando un poderoso pisa a su hijo. Tres veces se grita la palabra rex (y véase que no digo se canta sino se grita, por cuanto, aunque cada una de las voces entona una nota de un acorde, este acorde por su tesitura alta suena a grito dentro del ámbito musical, de hecho, un grito en sí también tiene entonación). Las cuerdas siguen atronando con su doliente quejido en ese devenir continuo de lo que siempre, con estas articulaciones, parece describir al inexorable destino que avanza inapelable.
Los timbales entran atronadores con todo su furor, haciendo el patetismo aún más evidente, cuando es todo el coro quien clama rex tremendae majestatis. Y después, el coro va desplegando esta misma frase para ir cambiando la expresión hasta llegar a qui salvandos salvas gratis, esto es, a quienes se salven se salvarán por tu gracia. Así, el tempo se ralentiza, para que suplicante y en un clima de dulzura, el coro suavemente pida: salva me, siendo primero las voces blancas y luego los hombres, también con voz piadosa, quienes vuelvan a decir salva me. El número concluye con una enorme suavidad, entonando todo el coro en un matiz de piano: Salva me, fons pietatis (sálvame, fuente de piedad). La dulzura, el cariño en la petición y también el temor y el miedo son expresados en estos últimos tres compases con una incomensurable genialidad, ha sido la brusca ruptura con todo el ámbito anterior la que ha dado ese mágico poder de tamaña expresividad a estos últimos acordes. Acongojante.

5. Recordare 

Recuerda, Jesús piadoso, que soy la causa de que tú hayas venido, no me pierdas en ese día. Así comienza este quinto movimiento, piadoso y dulce, que se une en el carácter con el final del número que lo precedía y que le sirvió de antesala en su súplica de piedad al juez todopoderoso. Ahora no será el coro quien lleve el texto sino un cuarteto vocal solista que reduce el peso de la fuerza de un coro y dulcifica sus matices. Ellos serán precedidos por una melodía de violonchelos que se irá repitiendo a lo largo de todo el número y que se compone de unas ligeras bajadas seguidas de unas ciertas anfractuosidades, subidas bajadas y trinos hasta el número de tres que, dentro de la dulzura, bien podrían significar la pasión de Jesús, aunque del tema lo que finalmente prepondera es la primera bajada que indudablemente sí tiene sentido de descendimiento. Recordemos que aquí no habla de Dios ni del Rey sino de Jesús, al que habla para pedir su ayuda. Los violines crearán una delicada trama de escalas siempre descendentes que darán aún más el sentido de descenso desde las nubes tal como ya explicamos en los motivos de Espíritu que bajaba en la Misa de la Coronación. Recuerda es, primero, cantado por la contralto sola, y, al momento, en diálogo con la voz del bajo, que va repitiendo el mismo texto de suave manera contrapuntística a un compás de distancia, creando una textura nebulosa que se hace más tupida cuando el texto comienza a decir no me pierdas en ese día, lugar donde Mozart coloca el la bemol que convierte la tonalidad en modo menor, cambiándole de esta manera el carácter al periodo, oscureciéndolo, creando mayor peso por la entrada de todos los instrumentos de la orquesta mientras se sigue oyendo ne me perdas illa die. Comienza aquí una breve reexposición del comienzo con el texto quarens me, sedisti lassus, redemisti crucem passus (buscándome, te sentaste cansado, fui redimido con la pasión en la cruz) hasta llegar a la expresión tantus labor non sit cassus (tanto esfuerzo no sea en vano) donde se crea un juego de repeticiones entre voces altas y voces bajas que acentúa el efecto del texto de “mucho” y de “trabajo” (de hecho, aquí, la mayoría de los intérpretes suelen acentuar cada una de las notas para apoyar ese efecto: el tantus sonará a más por cuanto se escuchan repetidas su primeras sílabas; igual ocurrirá con el non sit que con estas entradas encabalgadas dan efecto de muchos “non”.
Con estos efectos y otros ya comentados continuará la pieza hasta el tiempo verbal ingemisco (gimo) donde el maestro de Salzburgo creará una auténtica textura de lágrimas que caen con las cuerdas con unos breves pizzicatos a modo de fina lluvia y el cuarteto en matiz de piano con un interesante acorde de séptima de sensible que está constituido por dos intervalos de tercera menor (estos intervalos, recordémoslo, siempre dan carácter triste) y un intervalo de tercera mayor que es el que hace que el intervalo más amplio sea de séptima menor –que no disminuida que es, en realidad, al que más se parece-. Un  acorde, en fin, de una sonoridad curiosa, triste, pero enigmático. Acorde que se vuelve a repetir dos compases más adelante en el término rubet (ruboriza). Recordemos que el texto desde ingemisco dice: ingemisco tanquam reus, culpa rubet vultus meus (gimo como un reo, la culpa ruboriza el rostro mío); y con estas frases veamos ese juego de enlace de acordes tan curioso: para ingemisco se utiliza dos acordes mayores y dos acordes de séptima de sensible en su tercera inversión (ya se sabe, la que menor fuerza tiene); para tan quam reus un acorde de séptima disminuida, uno de séptima menor y un doble retardo que caerá sobre el modo mayor. Ésta es la única diferencia con las dos siguientes células: tanto culpa rubet vultus meus, como suplicanti parce Deus utilizan el mismo enlace de acordes a excepción del último que en vez de ser acorde perfecto mayor es acorde perfecto de modo menor que oscurece aún más su resultado creando un clima aún más patético y doloroso.
El mismo motivo del cuarteto del comienzo de este número sirve ahora para transportar nuevos textos de súplica. Este motivo es de textura muy barroca y recuerda indudablemente al comienzo del Stabat Mater de Pergolesi, de hondo lirismo. Esos acordes de los que antes hablamos, sin embargo, tenían características típicas románticas, con lo que vemos que Mozart igual sabe recoger, remozando los viejos elementos; como apuntar nuevas líneas, adelantándose a su tiempo.
Estos últimos elementos nos han ido llevando hacia una súplica desgarrada: ¡no por siempre me quemes en el infierno! (ne perenni cremer igne) para lo que utiliza dos acordes de séptima disminuida y un simple retardo en la tercera por la cuarta para resolver en un acorde perfecto mayor; y en cremer igne ([no] me quemes en el fuego) utiliza un acorde de séptima menor, si bien al colocar las notas en tesitura muy alta para todas las voces sonará gritado y, por ello, con más patetismo, pasará por un acorde perfecto menor para desembocar en dos acordes de perfecto mayor. Así, no por siempre quedará como acordes oscuros en relación a su contenido significativo y cremer igne como un grito doloroso.
Terminará este número con dos frases contradictorias entre sí. Primero dirá entre las ovejas un lugar proporcióname y seguirá y de los cabritos sepárame, la una sonará suave sin apenas acompañamiento y la otra con acordes más oscuros y con toda la orquesta sonando.
Unas entradas escalonadas del cuarteto acabarán con el número rogando que les ponga en la parte derecha, para lo que Mozart como casi siempre (y esto se ve muy claramente en la Misa de la Coronación) cuando pretende hablar de un lugar espacial utiliza líneas de corcheas entrando encabalgadamente, arrastrando vocales que parecen querer ir a algún sitio.
Las cuerdas concluyen la pieza con dos temas en cascada descendentes: recordemos que la clave de este número era que hablaban con Jesús el que había bajado a redimirlos.

6. Confutatis

Será éste uno de los números más expresivos, que se basa en una estructura dicotómica de fuerza-dulzura. Primero, acompañando al texto confutatis maledictis, flammis acribus addictis (rechazados los malditos y a las llamas crueles condenados) donde las cuerdas utilizan un motivo obstinato de notas muy repetitivas, con tres ligadas (dos fusas y una semicorchea) y dos picadas (dos semicorcheas) en matiz de forte, todo esto acompañado por violentos golpes de timbal y fuertes sonidos de trombones, trompas y fagotes. Sólo los hombres braman el texto, siguiéndose los tenores a los bajos (es lo grave y lo masculino como signo de perverso).
Porque en la parte dulce serán las voces femeninas las que en un ambiente mucho más dulce pedirán, sotto voce (a media voz), llámame con los benditos.
Y de nuevo toda la orquesta con esos fuertes movimientos repetitivos, como si de una danza salvaje se tratara, volverán a repetir el texto que ya antes cantaron.
Y las voces blancas harán lo propio repitiendo matiz y texto.
Todo el coro se unirá suplicante para, en matiz piano, rogar suplicantes e inclinados (oro supplex et acclinis), con el corazón destruido, casi hecho cenizas (cor contritum quasi cinis): lleva cuidado de mí en el final –en mi última hora- (gere curam mei finis). Todo este ruego tiene una conformación de acordes, que serán los que creen verdaderamente ese clima de súplica, recogimiento y dolor que se estructura en dos acorde de séptima disminuida, cuatro de séptima de dominante (o sea, acordes de séptima menor) y un maravilloso retardo de la novena por la tónica (octava) de un acorde perfecto menor unido a otro retardo de la cuarta por la tercera para volver a caer sobre un acorde perfecto menor. Esta estructura se repite tres veces con la única diferencia de que la última vez, en vez de caer sobre el acorde menor cae sobre el acorde mayor, lo que significa, a mi entender, sin duda alguna, una apuesta por la esperanza, la esperanza de la salvación final.
Recordemos que Mozart está escribiendo estos números en los últimos días de su vida, con una enfermedad importante a cuestas y sabiéndose en constante declive físico. Como cuenta la leyenda, encontrándose un día un poco mejor de su enfermedad, reunió a algunos amigos para probar los resultados de las partes de Requiem que estaba componiendo. En este ensayo, y justamente a la mitad de la composición del siguiente número, el Lacrimosa, se desmayó sin volver a recuperar el sentido hasta morir esa misma noche (de hecho la partitura autógrafa se interrumpe a la mitad del número del que ahora hablaremos).
Sentir la muerte cercana debió inspirar estas últimas páginas e, indudablemente, podemos reconocer que además de miedo, sentía un piadoso arrepentimiento y una esperanza última ante la muerte: ese la becuadro en los violines segundos así lo atestiguan.

7. Lacrimosa

Como el más sublime de los números se ha considerado siempre este Lacrimosa, lleno de lirismo y de una dulzura extrema. Mozart, como ya se ha dicho, sólo pudo componer ocho compases: dos de introducción orquestal y seis corales con el texto lacrimosa dies illa, qua resurget ex favilla judicandus homo reus (lacrimoso día aquel en que resurja de las cenizas para ser juzgado el hombre culpable).
Pero no debemos quedarnos sólo con este texto, aunque a sólo él le pusiera música Mozart. Hasta ahora el texto no dice nada que ya no haya dicho y en ocasiones anteriores no haya tratado con mucha mayor violencia pues vuelve a hablar del hombre culpable que resurge de entre las cenizas. Pero, como digo, la clave de la dulzura de este número se presenta más adelante, núcleo que indudablemente Mozart debió tomar en cuenta para otorgar sentido al número completo. El texto, pues, continúa diciendo: Huic ergo parce, Deus, pie Jesu, Domine. Dona eis requiem. Amen (a éste [el hombre culpable], luego, dulcemente, oh Dios, piadoso Jesús, Señor, dale el descanso. Así se haga). Como se puede apreciar, es una oración que pide el descanso, el descanso eterno, el descanso por siempre, dulcemente (parce). Y de ello, de esa dulzura está imbuido todo este último número.
El compás utilizado, el 12 / 8, permite una fluidez muy especial en el discurrir musical que se deja llevar en gran medida por el concepto lacrimosa, parecería que fueran hojas que caen lentamente pero cuando se piensa en las lágrimas que caen de los ojos de los culpables el día en que se den cuenta que, verdaderamente, iban a ser juzgados por toda la eternidad, también se reconoce en ese fluir de música el puro líquido que cae por las mejillas con lentitud dolorosa. En la tonalidad de re menor pareciera que en verdad cerrara un círculo abierto al comienzo del Requiem que se basaba en similar tonalidad y modalidad, como si Mozart estuviera concluyendo lo que de otra manera no iba a poder terminar.
Después del quinto compás, el tercero para el coro, lentas corcheas –igual que lágrimas- van pronunciándose en una progresión ascendente –como resurgiendo de las cenizas- y crescendo en fuerza e intensidad para pronunciar judicando homo reus (para ser juzgado el hombre culpable), momentos de enorme intensidad donde la vida del Maestro comenzaría a apagarse.
Poniendo música a la palabra culpable perdió su consciencia: paradojas de la vida. Sobre todo en un mundo donde el temor de Dios se vivía de una manera especialmente angustiosa, prueba de ello han sido todas las manifestaciones descriptivas en estas dos obras religiosas que ahora acabamos de analizar.

8. Domine Jesu
Aunque se dice que escribiendo Lacrimosa es donde murió Mozart, dejó apuntes muy desarrollados de otros números. En el Domine Jesu dejó escrito la parte del Coro y el bajo de la orquesta. La denominación del tempo y la orquestación la escribió su alumno, lo que no significa que no se la hubiera dictado el Maestro o que él se la hubiera planificado.  Lo que Mozart dejó escrito es muy descriptivo. El texto va diciendo Libera a las almas de todos los fieles de la penas del infierno. La primera parte es dulce, casi una oración, pero cuando llega la frase De poenis inferni todas las voces van del agudo al grave, como para mostrar el profundo infierno. Luego el texto pide que los libere de la boca del león, y para ello Mozart hace que el coro ruja en matiz de forte. Y a continuación viene el núcleo del número: No los absorba el infierno ni caigan en lo oscuro. ¿Cómo describe esto Mozart? En una forma fugada con saltos melódicos extremos y extraños. Como si en una escala de números del 1 al 12, saltaran las voces en este orden: del 12 al 2, del 2 al 10, del 10 al 1, etc. [Fíjense si lo oyen, cuando los tenores comienzan a cantar el texto Ne absorbeat eas tartarus]. La música, entonces, se puebla de Ne cadant  (no caigan) y esas tres sílabas en tres notas comienzan a caer en todas las voces, inundándolo todo de ne cadant, ne cadant, ne cadant.
            Después de una breve aparición de los solistas comienza uno de los momentos más “marchosos” del Requiem que introducen los bajos: Quam olim Abrahae. Si oyen versiones de este número, casi todas las agrupaciones lo interpretan de manera “guerrera”, y su significación es otra. El texto dice que la luz les será mostrada como en el pasado Dios prometió a Abraham y a su descendencia. Por tanto, la sensación no debe de ser “guerrera”, aunque la música pueda ser ejecutada así, sino de “satisfacción” por el cumplimiento de una promesa a Abraham. La palabra Abrahae viene escrita con puntillo en la primera letra, lo que le da un peso mayor: ¡es Abraham!, el primero de esta larga estirpe. Y la orquesta va expandiendo semillas, como si un labrador las rociara sobre los surcos del campo. El número, así, cambia por completo: de versión bronca a versión entusiasta y liviana.
Y al final, después de tanto contrapunto grácil, las voces se unen potentemente para “afirmar” que se cumplirá en su semilla.
            Esta parte del Quam olim Abrahae se repite en el siguiente número, Hostias.

8. Hostias
Mozart dejó escrito casi todo en esta pieza: el coro y gran parte de la orquestación. Es un número bellísimo en tono casi de suave plegaria sin mucho que destacar en el ámbito de lo descriptivo. Su segunda mitad es repetición exacta del Quam olim Abrahae.

9. Sanctus
El Sanctus lo escribió enteramente Süssmayr, su alumno. Muestra el brillo al decir Sanctus, y luego tiene una fuga en ritmo ternario no usual en toda la obra.

10. Benedictus
También este número, compuesto íntegramente para solistas lo compuso Süssmayr y lo cierra la inusual fuga a ritmo ternario del Sanctus.

11. Agnus Dei
Aunque este número está completamente escrito por el alumno de Mozart, tiene una inspiración muy propia de él, y un cambio de expresividad vinculado al texto como los que solía usar el Maestro. Pero estos tres números –aún estando bien escritos– carecen de preocupaciones descriptivas o representativas. No es el texto quien mueve la imaginación del compositor con su sentido profundo, sino la música quien dirige el proceso.  Afortunadamente son cortos y ya se han escrito versiones contemporáneas enriqueciendo argumentadamente estas partes no escritas por Mozart, como la versión de Robert D. Levin.

12 y 13. Lux aeterna y Cum sanctis.
Estos números son la repetición del Introito y Kyrie del primer número, Requiem, que con buen criterio Süssmayr decidió colocar al final de la obra, siguiendo la máxima “Clásica” de proponer una obra en forma algo simétrica. Anotar la curiosidad de que al ser un texto distinto en la fuga –Cum sanctis tuis por Kyrie eleison– el ritmo de las palabras le resta un ligerísimo toque de tensión. Porque la primera sílaba en Kyrie lleva puntillo para hacer coincidir los acentos de las palabras con la partes fuertes del compás, y la salida del “ri” es más explosiva al ser una semicorchea. En Cum sanctis todo es más plano. Esta pequeña problemática lleva a la curiosidad de la que hablaba antes. Mozart, para crear más tensión en la fuga del Kyrie, replantea el tema de la fuga en su punto culminante a contratiempo (compás 87 y 91), esto es, usa la misma fórmula rítmica pero incorporándola media parte tarde. Sin embargo, su alumno, que no parece darse cuenta del pequeño juego técnico lo elimina al reescribir el Cum sanctis pudiendo hacerlo. En mis interpretaciones se hace (compás 120 en bajos y 124 en contraltos). La Fuga es una forma musical cuyo objetivo es mover el juego de tensiones. Mozart, lo exprimió al máximo; su alumno, no. Yo, sí.



sábado, 25 de enero de 2014

DESARROLLO DE LA RAZÓN EN LA HISTORIA MODERNA Y CONTEMPORÁNEA


Por José Carlos Carmona
Conferencia dictada en
Málaga el 25 de enero de 2014


Consideramos la Historia Moderna en Filosofía desde que comienza a mediados del siglo XV la investigación empírica de la naturaleza. Es la época de nombres como Giordano Bruno, Miguel Servet, Johannes Kepler o Isaac Newton, que comienzan a utilizar el método científico en sus investigaciones. Este periodo abarcará de Descartes, a Locke, pasando por Bacon, Bayle, Galileo, Grotius, Hobbes, Leibniz, Newton, Spinoza, o los libertinos. Serán tiempos en los que las mentalidades vigentes no comprenden ni apoyen a estos racionalistas, pero que poco a poco, con sus libros, docencia e investigaciones irán creando un clima favorable para que pueda asentarse tres siglos después en Europa el pensamiento ilustrado, la Edad de las Luces, el Iluminismo, la Luz de la Razón.
            Permitidme contaros en este ensayo los vaivenes de esta luz, la razón, para que podamos estar siempre alerta y para que seamos conscientes de que la razón debe auto-regularse, como el compás, que es firme y preciso, pero flexible a la vez.
            ¿Qué fue esa razón del iluminismo, de la ilustración? Fue un movimiento de pensamiento que tras el descubrimiento de la razón como instrumento para comprender la realidad, y en cierto sentido dominarla, intentó aplicarla desde una cierta élite ilustrada a todos los campos de la vida tanto humana como natural. Permitidme un par de ejemplos: Como todos sabéis, en esta época se elaboró el primer diccionario de la lengua, un proyecto consistente en ordenar y definir todas las palabras de una misma lengua en un libro. Si lo pensáis con cierta suspicacia, el objetivo, aunque bienintencionado, era imposible y hasta cierto punto ridículo. ¿Es realmente posible incorporar y definir en todas sus vivas acepciones las formas de comunicación lingüística de todos los ciudadanos de un determinado territorio? Ningún diccionario lo ha conseguido jamás ni se conseguirá, porque el lenguaje es algo vivo, multiforme e imposible de apresar, pero todos hemos concebido desde sus inicios que el esfuerzo merecía la pena y era de un valor inconmensurable. Pero era imposible.
            Si es difícil apresar los términos, más difícil, utópico e imposible es compilar todo el pensamiento humano. Y también lo intentaron con la Enciclopedia: meter el mundo al completo en miles de páginas.
            Ese fue el espíritu de la Ilustración, llevar al límite la radicalidad racionalista. Radicalidad que podemos apreciar en detalles tan sencillos pero tan significativos -y este es el segundo ejemplo- como en el planeamiento de los jardines y laberintos. ¿Qué es un jardín cuyos árboles y arbustos se recortan en figuras geométricas? Para nosotros, tras siglos de costumbre, una elegante transformación de lo natural; para cualquier ser pensante sin prejuicios, una aberración. Recortar un arbolito en forma de cono, esfera, o cilindro; o un grupo de arbustos en un ortoedro (lo que para nosotros hoy en día es un vulgar seto) es una aberración de la razón. Nos parece bonito porque conlleva las reglas del equilibrio y la proporción, pero no es natural.
            Si lo pensamos, es un buen ejemplo de cómo la racionalidad (matemática, en cierto sentido, en este caso) nos puede llevar al delirio. Delirio que termina siendo admitido.
            La razón por tanto en la época de las luces creó la esperanza de un futuro mejor, igualitario y fraterno para todos.
            Y llegó, como sabéis, a ser elevada a los altares de diosa. Por si no conocéis los detalles, contaros que llegaron a organizarse un conjunto de fiestas cívicas pseudo-religiosas llamadas “El culto de la Razón y del Ser Supremo” durante el periodo llamado “el Terror”, la fase de la Revolución francesa dominada por el jacobinismo radical (años II y III de la Primera República, 1793-1794). Comenzaron en las provincias, principalmente en Lyon y en la zona central de Francia, como una especie de cortejos carnavalescos y ceremonias iconoclastas que se radicalizaron al llegar a París y unirse a la fiesta de la Libertad celebrada en la catedral de Notre-Dame los días 9 y 10 de termidor (27 y 28 de julio). El 20 de brumario (10 de noviembre) de 1793, la Convención, a sugerencia de Chaumette, proclamó como Diosa a la Razón. Identificada con la iconografía grecorromana de Sophia ("sabiduría"), se eligió para personificarla a una mujer de nombre "Sofía": Sophie Momoro, esposa del impresor Antoine-François Momoro. Para rendirle culto (culto de la Razón) se le consagró el hasta entonces altar mayor de la catedral de Notre Dame de París.
            Esto es sólo un hecho anecdótico pero refleja la deriva de la promesa racionalista, que concluyó con la Revolución Francesa y la auto-proclamación de uno de sus responsables como Emperador tras haber decapitado, primero, a toda la aristocracia que luego intentó emular. Un proceso que, como recordareis osciló entre república, golpe de estado, imperio y monarquía constitucional durante 71 años, y todo ello abanderando a la razón. En medio de esto, las clases más pobres se rebelaron contra los propios revolucionarios. Campesinos y aldeanos fueron masacrados por los revolucionarios en lo que se ha llegado a calificar de genocidio.
            La razón no consiguió prácticamente, realmente, ser la herramienta perfecta para llevar a los pueblos europeos a la felicidad.
            Tras este periodo, que se puede dar por terminado en 1804, vino un siglo de reacción contra la razón, fruto de la frustración que produjo en los hombres de esa época. Los artistas del llamado Siglo Romántico fueron muy representativos de ese rechazo a esa supuesta herramienta de salvación, y empezaron a investigar por otros campos: lo primero que hicieron fue abrazar el desorden como forma de réplica contra el orden establecido por el canon ilustrado. En el arte, buen objeto de representación del pensamiento de cada época, los contornos se diluyen y se produce un desenganche de las formas anteriores. Este siglo XIX se decide por abrazar la pasión, lo intenso, en contra de la moderación. Se apuesta por una afirmación de lo exagerado, no se quiere saber nada de las formas geométricas propuestas por el pensamiento racionalista simplificador; y se entrega a lo dinámico, una preocupación por la vida más como devenir que como proyecto previamente elaborado.
            A su vez, la sociedad y el arte y los artistas propugnan una vuelta a lo íntimo, a la introspección y a la vuelta de las esencias, la reacción propia de quienes aturdidos por el fracaso del proyecto ilustrado, perdido el camino, se refugian en su interior. El método de conocimiento, la nueva epistemología, no va a ser la razón sino la emoción. Ella va a ser la nueva herramienta de conocimiento de la realidad y el mundo. “La razón”, como dice Lewis Rowell, “podría hacer la disección de las partes sin vida, pero sólo la emoción podría discernir al todo vivo; la razón podría registrar las apariencias exteriores, pero sólo la emoción podría penetrar en el corazón y en el espíritu”.
            En esa búsqueda de vías antitéticas al periodo racionalista anterior, se potenciará lo irracional, lo trascendental y lo infinito, lo que no es aprehensible, todo aquello que pueda dar un rayo de esperanza tras la decepción percibida. Pero esto potenciará a los grandes locos del siglo romántico, seres individuales que van a creerse (y padecerse) como fuera del mundo, destinados a proyectos sublimes y megalómanos. Será la época de Beethoven, de Goethe, de Goya.
            El pensamiento y las artes andarán ansiosos buscando nuevas referencias, y, de ahí que potencien lo exótico, buscando respuestas en otras culturas, en otros paisajes. El Romanticismo descubrió al noble salvaje, al griego virtuoso, al sabio chino y al caballero medieval. Y también se esconde este siglo en lo primitivo, en el espíritu de lo primigenio, en el recóndito bosque y en el inconmensurable océano. Es el hombre volviendo a preguntarle a la voz antigua de la naturaleza.
            Pero es un hombre muy solo, muy individual, que desprecia las causas colectivas del espíritu anterior que prometía una sociedad conjunta fraterna y justa. Se cree más en trabajar para la eternidad, para la Historia en mayúsculas, que para la contemporaneidad. Existe una sensación de aislamiento: ¿qué harías si los cimientos de tu casa se han resquebrajado y no hay donde salir? Esconderte en una esquina y contemplar el desastre resguardándote en ti hasta sentirte enfermo de soledad en el mundo poblado.
            El espíritu del romanticismo es ese: el de un nuevo Prometeo que se enfrenta en soledad a la razón, a los dioses y a la naturaleza. Una figura trágica condenada al permanente desafío (reacción al miedo por haberse quedado sin asideros, sin padre, sin reglas), un ser que ya no quiere  ser útil colectivamente, ni instructivo ni edificante, un individuo aislado que se conforma con ser.
            Pero este espíritu antiracionalista se ve interrumpido en la segunda mitad del siglo XIX por un Segundo Maquinismo: avances en la ciencia y la tecnología prometen, de pronto, un nuevo futuro donde por fin los hombres serán liberados del yugo del trabajo gracias a las máquinas, los inventos y la nueva industria. Los ferrocarriles uniendo las ciudades, los barcos a vapor, las industrias manufactureras, las cadenas de producción. Es el desembarco del positivismo, un racionalismo a ultranza que había quedado larvado y que fue creciendo cuando el espíritu del romanticismo no solucionaba nada de manera práctica. La Royal Society de Londres, los avances en química, en microbiología con Pasteur a la cabeza, en Medicina, las exploraciones y descubrimientos geográficos (las grandes expediciones), todo volvió a dar alas a la luz de la racionalidad y a crear las expectativas de que gracias a la razón científica el mundo (al menos el occidental) iba a controlar por fin su destino, pero en medio de ese auge, cuando las ideas (racionales) en busca de ese mundo mejor llevan a las dos guerras mundiales la racionalidad como instrumento de gestión de una vida feliz colectiva fracasa. Los nacionalismos de fin de siglo que, en cierto sentido, aclaraban la dispersión, ponían fronteras y unificaban conciencias, fueron, a su vez, fuente de odios y disputas. La economía, dirigida desde las ideologías (ideologías que no eran más que planteamientos a futuro, o sea, propuestas de fórmulas para gestionar a las sociedades y su industria) crea enfrentamientos y colapsos, malestar social, convulsiones, nerviosismo de Estado y, finalmente, guerra. Cuando la Triple Entente –Francia, Rusia y Gran Bretaña– se enfrentan contra la Triple Alianza (Alemania, el Imperio Austro-húngaro e Italia) en 1914 hay que reconocer que estas naciones, en especial Alemania, Gran Bretaña y Francia poseían las mejores universidades del Mundo, y por tanto a los hombres más preparados en el terreno intelectual, voces que debieron de haber clamado y haber sido escuchadas para impedir la guerra. Pero no fue así, porque la mayoría de los intelectuales apoyó con artículos y argumentos a sus gobernantes y potenció el odio. Después de los nueve millones de hombres muertos y durante los 21 años que hubo de lapso hasta la Segunda Guerra Mundial (con la entrada, ya, de Estados Unidos y Japón), la razón, la ciencia y la luz del conocimiento no sirvieron para crear un clima de estabilidad, paz y prosperidad. Muy al contrario, las teorías más radicales de la supremacía aria fueron justificadas con informes científicos, tablas, categorías, estudios genetistas y antropológicos. La razón, pues, usada en favor del exterminio. En el ámbito de la Filosofía, a este quebramiento de los valores más profundos de la racionalidad, de la luz del conocimiento; a este justificar argumentalmente la barbarie y el trato inhumano; a este proceso que dio como resultado la muerte de más de 55 millones de personas en el mundo, se le da un nombre, un nombre simbólico: Auschwitz. Porque Auschwitz representa el fracaso absoluto de la razón, pone sobre el tapete el problema del mal, deja sin argumentos a los teólogos, silencia a los artistas, cuestiona por entero a la especie humana, y, lo que es peor, nos deja sin esperanzas a las generaciones siguientes. ¿Cuál puede ser la mejor herramienta para comprender la realidad, para hacer un mundo más justo y mejor si con la racionalidad a plena potencia hemos matado a 55 millones de personas y hemos inventado un artilugio que puede acabar con el mundo?
La Escuela de Frankfurt, especialmente en la etapa que llega hasta los años sesenta del siglo XX, consideró a la razón instrumental como causante de las desgracias más grandes que azotaron a la humanidad en los últimos tiempos.

            La reacción, parecida a la que tuvieron los románticos, pero distinta, vino de la perplejidad y sus distintas otras vías de acercarse al mundo de lo real. Desde el mundo del arte, que –repito– suele saber condensar el pensamiento humano en símbolos, se apostó por los llamados Vanguardismos: movimientos que, otra vez, desordenan los parámetros epistemológicos, o sea, que intentan un acercamiento a la realidad y a la verdad (si es que ésta existe) por otras vías. Y muchas de estas vías están relacionadas con la locura. Si siendo cuerdos y racionales llegamos a Auschwitz, seamos locos, pensaron, seamos niños, audaces, libres de reglas y paradigmas, inconscientes, oníricos, experimentales, juguetones. Del dadaísmo al pop art, pasando por el ultraísmo y el surrealismo, estos movimientos vinieron a mostrar públicamente que la razón estaba muerta. Los movimientos Hippy y las drogas de los años sesenta a ochenta mostraron públicamente también esta opción de rebeldía y sinsentido.
            El existencialismo que plantea que somos los hombres quienes damos el sentido a las cosas y los hechos, y que, como defiende la fenomenología, no existe una verdad sino que todos los fenómenos son interpretables, pone la puntilla a la razón como herramienta perfecta. Y es ahora cuando tenemos que acudir al viejo Emmanuel Kant que ya avisó del reto de la razón (que es nuestro reto): la razón no funciona, dijo; sin embargo, complementó, su mal funcionamiento y su posible reparación debía de ser juzgado y, si era, posible arreglado por... la propia razón.
            Este es nuestro reto contemporáneo. El parte de enfermedad lo levanta Gianni Vattimo al decir que la razón es una enferma débil, porque la realidad no es más que una construcción simbólica que nosotros interpretamos, pero nuestra interpretación, nuestra forma de interpretar, viene ya construida por el entorno y no requiere por nuestra parte de reflexión alguna, por eso ni razonamos al interpretar. Pensar, nos dice Vattimo, “es el resultado de una cadena de operaciones lógicas y culturales”. Para pensar con mayor precisión hay que deconstruir, esto es: discernir cuánto del pensamiento del yo es autóctono y cuánto es heredado; y si es heredado ¿de quién procede la herencia? Teniendo la precaución, además, de asumir que todo el proceso lo realizamos con un instrumento que puede estar contaminado.
            Este es el escenario de la Postmodernidad actual. Pero la realidad mundana se aferra a los hombres y dentro de la perplejidad en la que podemos vivir, le ofrece (o se ofrece) alternativas a la razón.
            Ahora hay un par de focos basados en la razón (instrumental) que parecen querer volver a darnos norte: las nuevas tecnologías como esperanza de que todo va a funcionar por fin bien, nuevas tecnologías que son el clímax de una razón científica tecnologizada; y la Economía como nueva ciencia perfecta y necesaria que, sin embargo, cada día nos defrauda como herramienta, pero a la que estamos entregados como nueva verdad salvífica, casi como una nueva religión.
            Pero, como en los procesos de las revoluciones científicas de las que hablaba Kuhn, en cada periodo comienzan a verse indicios de cambio a los que no se les hace caso por marginales y que en un momento dado se acumulan y precipitan el cambio. Si nos fijamos en nuestra situación actual también vemos indicios de búsquedas más allá de la racionalidad tecnológica o economicista, incluso de la Democracia formal. Algunos son meramente anecdóticos pero sirven para mostrarnos cómo la sociedad está buscando otras vías fuera de esa racionalidad tecnológica (al modo de lo que ocurrió en el Romanticismo) y que descree de ella: vemos, por ejemplo, gente que descree del sistema político (un sistema madurado tras miles de años de reflexión racional) y cuyos detractores, a diferencia de otras épocas, no optan por ideas radicales sino por una apatía política, tendente, indudablemente a un solipsismo o egoísmo; vemos el fenómeno friki: jóvenes con actitudes marginales que se encierran en juegos vinculados con mundos fantásticos (el encierro y la fantasía son indicios clarísimos de repudio a la razón institucional); observamos, también, tendencias hacia una vuelta a la naturaleza, los espacios rurales, el vegetarianismo; y vemos surgir corrientes espirituales diversas, nuevas propuestas comunitarias, nuevos tipos de familia, ambigüedad ideológica, sexual, estética.
            La razón, la luz del conocimiento, como vemos, ha pasado (y parece que pasará) por continuos retos que a veces defraudarán por extremos, como en la Revolución Francesa o en Auschwitz; pero será liberadora como en la Ilustración, el positivismo y las nuevas tecnologías. No obstante, como se ha mostrado, hay que estar permanentemente en alerta para no radicalizarse en una racionalidad práctica extrema. Desde la razón hay que comprender que los seres humanos individual y colectivamente somos algo más que pura lógica; sabemos que el instrumento es imperfecto y que puede llevarnos a radicalidades bien argumentadas, pero hay que establecer mil controles y salvedades desde la propia razón a... la razón.
            La luz puede iluminar el camino, pero puede cegarnos a nosotros, portadores de esa luz, y cegar a los que proyectemos esa luz.
            Vivimos en una región donde sus gentes han vivido desde tiempo inmemorial en el calor del diálogo, de la charla amable, de la tolerancia con el viajero, de la apertura al mundo. Nos arrogamos hoy la luz para ser portadores y transmisores de ella; tenemos la enorme responsabilidad de conocer su pasado para no errar en el futuro. Nuestro reto es el reto de todos los humanos y de todas las generaciones: usar la razón… razonablemente.