Por José Carlos Carmona
Conferencia dictada en
Málaga el 25 de enero de
2014
Consideramos la Historia Moderna en Filosofía desde
que comienza a mediados del siglo XV la investigación empírica de la
naturaleza. Es la época de nombres como Giordano Bruno, Miguel Servet, Johannes
Kepler o Isaac Newton, que comienzan a utilizar el método científico en sus
investigaciones. Este periodo abarcará de Descartes, a Locke, pasando por
Bacon, Bayle, Galileo, Grotius, Hobbes, Leibniz, Newton, Spinoza, o los
libertinos. Serán tiempos en los que las mentalidades vigentes no comprenden ni
apoyen a estos racionalistas, pero que poco a poco, con sus libros, docencia e
investigaciones irán creando un clima favorable para que pueda asentarse tres
siglos después en Europa el pensamiento ilustrado, la Edad de las Luces, el
Iluminismo, la Luz de la Razón.
Permitidme
contaros en este ensayo los vaivenes de esta luz, la razón, para que podamos
estar siempre alerta y para que seamos conscientes de que la razón debe
auto-regularse, como el compás, que es firme y preciso, pero flexible a la vez.
¿Qué
fue esa razón del iluminismo, de la ilustración? Fue un movimiento de
pensamiento que tras el descubrimiento de la razón como instrumento para
comprender la realidad, y en cierto sentido dominarla, intentó aplicarla desde
una cierta élite ilustrada a todos los campos de la vida tanto humana como
natural. Permitidme un par de ejemplos: Como todos sabéis, en esta época se
elaboró el primer diccionario de la lengua, un proyecto consistente en ordenar
y definir todas las palabras de una misma lengua en un libro. Si lo pensáis con
cierta suspicacia, el objetivo, aunque bienintencionado, era imposible y hasta
cierto punto ridículo. ¿Es realmente posible incorporar y definir en todas sus
vivas acepciones las formas de comunicación lingüística de todos los ciudadanos
de un determinado territorio? Ningún diccionario lo ha conseguido jamás ni se
conseguirá, porque el lenguaje es algo vivo, multiforme e imposible de apresar,
pero todos hemos concebido desde sus inicios que el esfuerzo merecía la pena y
era de un valor inconmensurable. Pero era imposible.
Si
es difícil apresar los términos, más difícil, utópico e imposible es compilar
todo el pensamiento humano. Y también lo intentaron con la Enciclopedia: meter
el mundo al completo en miles de páginas.
Ese
fue el espíritu de la Ilustración, llevar al límite la radicalidad
racionalista. Radicalidad que podemos apreciar en detalles tan sencillos pero
tan significativos -y este es el segundo ejemplo- como en el planeamiento de
los jardines y laberintos. ¿Qué es un jardín cuyos árboles y arbustos se
recortan en figuras geométricas? Para nosotros, tras siglos de costumbre, una
elegante transformación de lo natural; para cualquier ser pensante sin
prejuicios, una aberración. Recortar un arbolito en forma de cono, esfera, o
cilindro; o un grupo de arbustos en un ortoedro (lo que para nosotros hoy en
día es un vulgar seto) es una aberración de la razón. Nos parece bonito porque
conlleva las reglas del equilibrio y la proporción, pero no es natural.
Si
lo pensamos, es un buen ejemplo de cómo la racionalidad (matemática, en cierto
sentido, en este caso) nos puede llevar al delirio. Delirio que termina siendo
admitido.
La
razón por tanto en la época de las luces creó la esperanza de un futuro mejor,
igualitario y fraterno para todos.
Y
llegó, como sabéis, a ser elevada a los altares de diosa. Por si no conocéis los
detalles, contaros que llegaron a organizarse un conjunto de fiestas cívicas
pseudo-religiosas llamadas “El culto de la Razón y del Ser Supremo” durante el
periodo llamado “el Terror”, la fase de la Revolución francesa dominada por el
jacobinismo radical (años II y III de la Primera República, 1793-1794).
Comenzaron en las provincias, principalmente en Lyon y en la zona central de
Francia, como una especie de cortejos carnavalescos y ceremonias iconoclastas
que se radicalizaron al llegar a París y unirse a la fiesta de la Libertad
celebrada en la catedral de Notre-Dame los días 9 y 10 de termidor (27 y 28 de
julio). El 20 de brumario (10 de noviembre) de 1793, la Convención, a
sugerencia de Chaumette, proclamó como Diosa a la Razón. Identificada con la iconografía
grecorromana de Sophia ("sabiduría"), se eligió para personificarla a
una mujer de nombre "Sofía": Sophie Momoro, esposa del impresor
Antoine-François Momoro. Para rendirle culto (culto de la Razón) se le consagró
el hasta entonces altar mayor de la catedral de Notre Dame de París.
Esto
es sólo un hecho anecdótico pero refleja la deriva de la promesa racionalista,
que concluyó con la Revolución Francesa y la auto-proclamación de uno de sus
responsables como Emperador tras haber decapitado, primero, a toda la
aristocracia que luego intentó emular. Un proceso que, como recordareis osciló
entre república, golpe de estado, imperio y monarquía constitucional durante 71
años, y todo ello abanderando a la razón. En medio de esto, las clases más
pobres se rebelaron contra los propios revolucionarios. Campesinos y aldeanos
fueron masacrados por los revolucionarios en lo que se ha llegado a calificar
de genocidio.
La
razón no consiguió prácticamente, realmente, ser la herramienta perfecta para
llevar a los pueblos europeos a la felicidad.
Tras
este periodo, que se puede dar por terminado en 1804, vino un siglo de reacción
contra la razón, fruto de la frustración que produjo en los hombres de esa
época. Los artistas del llamado Siglo Romántico fueron muy representativos de
ese rechazo a esa supuesta herramienta de salvación, y empezaron a investigar
por otros campos: lo primero que hicieron fue abrazar el desorden como forma de
réplica contra el orden establecido por el canon ilustrado. En el arte, buen
objeto de representación del pensamiento de cada época, los contornos se
diluyen y se produce un desenganche de las formas anteriores. Este siglo XIX se
decide por abrazar la pasión, lo intenso, en contra de la moderación. Se
apuesta por una afirmación de lo exagerado, no se quiere saber nada de las
formas geométricas propuestas por el pensamiento racionalista simplificador; y
se entrega a lo dinámico, una preocupación por la vida más como devenir que
como proyecto previamente elaborado.
A
su vez, la sociedad y el arte y los artistas propugnan una vuelta a lo íntimo,
a la introspección y a la vuelta de las esencias, la reacción propia de quienes
aturdidos por el fracaso del proyecto ilustrado, perdido el camino, se refugian
en su interior. El método de conocimiento, la nueva epistemología, no va a ser
la razón sino la emoción. Ella va a ser la nueva herramienta de conocimiento de
la realidad y el mundo. “La razón”, como dice Lewis Rowell, “podría hacer la
disección de las partes sin vida, pero sólo la emoción podría discernir al todo
vivo; la razón podría registrar las apariencias exteriores, pero sólo la
emoción podría penetrar en el corazón y en el espíritu”.
En
esa búsqueda de vías antitéticas al periodo racionalista anterior, se
potenciará lo irracional, lo trascendental y lo infinito, lo que no es
aprehensible, todo aquello que pueda dar un rayo de esperanza tras la decepción
percibida. Pero esto potenciará a los grandes locos del siglo romántico, seres
individuales que van a creerse (y padecerse) como fuera del mundo, destinados a
proyectos sublimes y megalómanos. Será la época de Beethoven, de Goethe, de
Goya.
El
pensamiento y las artes andarán ansiosos buscando nuevas referencias, y, de ahí
que potencien lo exótico, buscando respuestas en otras culturas, en otros
paisajes. El Romanticismo descubrió al noble salvaje, al griego virtuoso, al
sabio chino y al caballero medieval. Y también se esconde este siglo en lo
primitivo, en el espíritu de lo primigenio, en el recóndito bosque y en el
inconmensurable océano. Es el hombre volviendo a preguntarle a la voz antigua
de la naturaleza.
Pero
es un hombre muy solo, muy individual, que desprecia las causas colectivas del
espíritu anterior que prometía una sociedad conjunta fraterna y justa. Se cree
más en trabajar para la eternidad, para la Historia en mayúsculas, que para la
contemporaneidad. Existe una sensación de aislamiento: ¿qué harías si los
cimientos de tu casa se han resquebrajado y no hay donde salir? Esconderte en
una esquina y contemplar el desastre resguardándote en ti hasta sentirte
enfermo de soledad en el mundo poblado.
El
espíritu del romanticismo es ese: el de un nuevo Prometeo que se enfrenta en
soledad a la razón, a los dioses y a la naturaleza. Una figura trágica
condenada al permanente desafío (reacción al miedo por haberse quedado sin
asideros, sin padre, sin reglas), un ser que ya no quiere ser útil colectivamente, ni instructivo ni
edificante, un individuo aislado que se conforma con ser.
Pero
este espíritu antiracionalista se ve interrumpido en la segunda mitad del siglo
XIX por un Segundo Maquinismo: avances en la ciencia y la tecnología prometen,
de pronto, un nuevo futuro donde por fin los hombres serán liberados del yugo
del trabajo gracias a las máquinas, los inventos y la nueva industria. Los
ferrocarriles uniendo las ciudades, los barcos a vapor, las industrias
manufactureras, las cadenas de producción. Es el desembarco del positivismo, un
racionalismo a ultranza que había quedado larvado y que fue creciendo cuando el
espíritu del romanticismo no solucionaba nada de manera práctica. La Royal
Society de Londres, los avances en química, en microbiología con Pasteur a la
cabeza, en Medicina, las exploraciones y descubrimientos geográficos (las
grandes expediciones), todo volvió a dar alas a la luz de la racionalidad y a
crear las expectativas de que gracias a la razón científica el mundo (al menos
el occidental) iba a controlar por fin su destino, pero en medio de ese auge,
cuando las ideas (racionales) en busca de ese mundo mejor llevan a las dos
guerras mundiales la racionalidad como instrumento de gestión de una vida feliz
colectiva fracasa. Los nacionalismos de fin de siglo que, en cierto sentido,
aclaraban la dispersión, ponían fronteras y unificaban conciencias, fueron, a
su vez, fuente de odios y disputas. La economía, dirigida desde las ideologías
(ideologías que no eran más que planteamientos a futuro, o sea, propuestas de
fórmulas para gestionar a las sociedades y su industria) crea enfrentamientos y
colapsos, malestar social, convulsiones, nerviosismo de Estado y, finalmente,
guerra. Cuando la Triple Entente –Francia, Rusia y Gran Bretaña– se enfrentan
contra la Triple Alianza (Alemania, el Imperio Austro-húngaro e Italia) en 1914
hay que reconocer que estas naciones, en especial Alemania, Gran Bretaña y
Francia poseían las mejores universidades del Mundo, y por tanto a los hombres
más preparados en el terreno intelectual, voces que debieron de haber clamado y
haber sido escuchadas para impedir la guerra. Pero no fue así, porque la
mayoría de los intelectuales apoyó con artículos y argumentos a sus gobernantes
y potenció el odio. Después de los nueve millones de hombres muertos y durante
los 21 años que hubo de lapso hasta la Segunda Guerra Mundial (con la entrada,
ya, de Estados Unidos y Japón), la razón, la ciencia y la luz del conocimiento
no sirvieron para crear un clima de estabilidad, paz y prosperidad. Muy al
contrario, las teorías más radicales de la supremacía aria fueron justificadas
con informes científicos, tablas, categorías, estudios genetistas y
antropológicos. La razón, pues, usada en favor del exterminio. En el ámbito de
la Filosofía, a este quebramiento de los valores más profundos de la
racionalidad, de la luz del conocimiento; a este justificar argumentalmente la
barbarie y el trato inhumano; a este proceso que dio como resultado la muerte
de más de 55 millones de personas en el mundo, se le da un nombre, un nombre simbólico:
Auschwitz. Porque Auschwitz representa el fracaso absoluto de la razón, pone
sobre el tapete el problema del mal, deja sin argumentos a los teólogos,
silencia a los artistas, cuestiona por entero a la especie humana, y, lo que es
peor, nos deja sin esperanzas a las generaciones siguientes. ¿Cuál puede ser la
mejor herramienta para comprender la realidad, para hacer un mundo más justo y
mejor si con la racionalidad a plena potencia hemos matado a 55 millones de
personas y hemos inventado un artilugio que puede acabar con el mundo?
La Escuela de Frankfurt,
especialmente en la etapa que llega hasta los años sesenta del siglo XX,
consideró a la razón instrumental como causante de las desgracias más grandes
que azotaron a la humanidad en los últimos tiempos.
La
reacción, parecida a la que tuvieron los románticos, pero distinta, vino de la
perplejidad y sus distintas otras vías de acercarse al mundo de lo real. Desde
el mundo del arte, que –repito– suele saber condensar el pensamiento humano en
símbolos, se apostó por los llamados Vanguardismos: movimientos que, otra vez,
desordenan los parámetros epistemológicos, o sea, que intentan un acercamiento
a la realidad y a la verdad (si es que ésta existe) por otras vías. Y muchas de
estas vías están relacionadas con la locura. Si siendo cuerdos y racionales
llegamos a Auschwitz, seamos locos, pensaron, seamos niños, audaces, libres de
reglas y paradigmas, inconscientes, oníricos, experimentales, juguetones. Del
dadaísmo al pop art, pasando por el ultraísmo y el surrealismo, estos
movimientos vinieron a mostrar públicamente que la razón estaba muerta. Los
movimientos Hippy y las drogas de los años sesenta a ochenta mostraron
públicamente también esta opción de rebeldía y sinsentido.
El
existencialismo que plantea que somos los hombres quienes damos el sentido a
las cosas y los hechos, y que, como defiende la fenomenología, no existe una
verdad sino que todos los fenómenos son interpretables, pone la puntilla a la
razón como herramienta perfecta. Y es ahora cuando tenemos que acudir al viejo
Emmanuel Kant que ya avisó del reto de la razón (que es nuestro reto): la razón
no funciona, dijo; sin embargo, complementó, su mal funcionamiento y su posible
reparación debía de ser juzgado y, si era, posible arreglado por... la propia
razón.
Este
es nuestro reto contemporáneo. El parte de enfermedad lo levanta Gianni Vattimo
al decir que la razón es una enferma débil, porque la realidad no es más que
una construcción simbólica que nosotros interpretamos, pero nuestra interpretación,
nuestra forma de interpretar, viene ya construida por el entorno y no requiere
por nuestra parte de reflexión alguna, por eso ni razonamos al interpretar.
Pensar, nos dice Vattimo, “es el resultado de una cadena de operaciones lógicas
y culturales”. Para pensar con mayor precisión hay que deconstruir, esto es:
discernir cuánto del pensamiento del yo es autóctono y cuánto es heredado; y si
es heredado ¿de quién procede la herencia? Teniendo la precaución, además, de
asumir que todo el proceso lo realizamos con un instrumento que puede estar
contaminado.
Este
es el escenario de la Postmodernidad actual. Pero la realidad mundana se aferra
a los hombres y dentro de la perplejidad en la que podemos vivir, le ofrece (o
se ofrece) alternativas a la razón.
Ahora
hay un par de focos basados en la razón (instrumental) que parecen querer
volver a darnos norte: las nuevas tecnologías como esperanza de que todo va a
funcionar por fin bien, nuevas tecnologías que son el clímax de una razón
científica tecnologizada; y la Economía como nueva ciencia perfecta y necesaria
que, sin embargo, cada día nos defrauda como herramienta, pero a la que estamos
entregados como nueva verdad salvífica, casi como una nueva religión.
Pero,
como en los procesos de las revoluciones científicas de las que hablaba Kuhn,
en cada periodo comienzan a verse indicios de cambio a los que no se les hace
caso por marginales y que en un momento dado se acumulan y precipitan el
cambio. Si nos fijamos en nuestra situación actual también vemos indicios de
búsquedas más allá de la racionalidad tecnológica o economicista, incluso de la
Democracia formal. Algunos son meramente anecdóticos pero sirven para
mostrarnos cómo la sociedad está buscando otras vías fuera de esa racionalidad
tecnológica (al modo de lo que ocurrió en el Romanticismo) y que descree de
ella: vemos, por ejemplo, gente que descree del sistema político (un sistema
madurado tras miles de años de reflexión racional) y cuyos detractores, a
diferencia de otras épocas, no optan por ideas radicales sino por una apatía
política, tendente, indudablemente a un solipsismo o egoísmo; vemos el fenómeno
friki: jóvenes con actitudes marginales que se encierran en juegos vinculados
con mundos fantásticos (el encierro y la fantasía son indicios clarísimos de
repudio a la razón institucional); observamos, también, tendencias hacia una
vuelta a la naturaleza, los espacios rurales, el vegetarianismo; y vemos surgir
corrientes espirituales diversas, nuevas propuestas comunitarias, nuevos tipos
de familia, ambigüedad ideológica, sexual, estética.
La
razón, la luz del conocimiento, como vemos, ha pasado (y parece que pasará) por
continuos retos que a veces defraudarán por extremos, como en la Revolución
Francesa o en Auschwitz; pero será liberadora como en la Ilustración, el
positivismo y las nuevas tecnologías. No obstante, como se ha mostrado, hay que
estar permanentemente en alerta para no radicalizarse en una racionalidad
práctica extrema. Desde la razón hay que comprender que los seres humanos individual
y colectivamente somos algo más que pura lógica; sabemos que el instrumento es
imperfecto y que puede llevarnos a radicalidades bien argumentadas, pero hay
que establecer mil controles y salvedades desde la propia razón a... la razón.
La
luz puede iluminar el camino, pero puede cegarnos a nosotros, portadores de esa
luz, y cegar a los que proyectemos esa luz.
Vivimos
en una región donde sus gentes han vivido desde tiempo inmemorial en el calor
del diálogo, de la charla amable, de la tolerancia con el viajero, de la
apertura al mundo. Nos arrogamos hoy la luz para ser portadores y transmisores
de ella; tenemos la enorme responsabilidad de conocer su pasado para no errar
en el futuro. Nuestro reto es el reto de todos los humanos y de todas las
generaciones: usar la razón… razonablemente.
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