sábado, 21 de junio de 2025

Análisis simbólico del concierto sinfónico

Realizando el trabajo de campo y dejándome, a su vez, impregnar de las lecturas que he realizado a este respecto durante este tiempo, mi reflexión se ha orientado en gran medida hacia el concepto de lo sagrado. Indudable­mente, el acto del concierto se antoja similar a un acto ritual. Y de su contempla­ción, me han surgido numerosas preguntas que ahora intentaré contestar.

El Director: chamán y totem.
En primer lugar, me he preguntado acerca de cuál podría ser el objeto de culto en toda esta representación. Cuál podría ser el totem o totems.
Si seguimos a Durkheim(1) el dios del clan, el principio totémico, no puede ser más que el clan mismo, pero hipostasiado y concebido por la imaginación en la forma de las especies sensibles [...] utilizadas como totem. Pero, ¿cuál sería el elemento totémico en el espectáculo concierto? Si con lo que disfruta el público en el concierto es con la contemplación de sí mismo, tal como nos señala Durkheim, ¿no podrá ser que el público disfruta con la contemplación de esa armonía perfecta, esa estructura ordenada que se despliega ante sí a la cual le gustaría parecerse? Indudablemente creo que se puede dar esa situación placentera donde el espectador no sólo presencia lo perfecto sino que se siente dentro de él, envuelto por su sensación cósmica -de orden. Pero, aún siendo así, parece que sería una sensación demasiado amplia para que la pudiéramos considerar como símbolo. El símbolo tiene que ser algo que aglutine significados y en este caso creo que quien los aúna es el Director. El Director es la imagen visible del grupo, pero también es el enlace visual entre la música con su armonía perfecta, con su discurrir motivador que invita a paraisos desconocidos y el público. Situada en el centro de la escena-dice Durkheim(2)-, la imagen se convierte en su represen­tante. El medio, el intermediario, se transfigura en el fin. Él es la música, él es todas esas significaciones que el espectador, el oyente, proyecta y a la vez recibe. Pero el problema es que si ese fuera el totem su significado podría ir más allá: el director es el personaje autoritario que da la impresión que todo lo ordena, que todo lo decide. Es la personifi­cación del poder. Él, como en el cuaderno de campo se ha visto, aglutina toda la informaciön, la posee y la controla, él es el dictador porque oculta la información a su grupo y porque en esa ocultación reside su poder. Pero si el totem identifica al grupo porque es lo que el grupo es o lo que el grupo quiere ser, el Director implicaría algo de "el poder". El Director simboliza el poder, la mano mágica que ordena el caos, que da orden a lo difuso, que lo controla, lo moldea, que lo posee. Y eso es lo que fascina al miembro del grupo que asiste pasivo al ritual: ahí está él, el hombre que crea el mundo etéreo de la forma a su imagen y a su deseo y lo crea en orden, imponiendo su deseo, construyendo no un mundo sin formas de quien nadie querría ser progenitor sino de un mundo amable, bello y mágico por su invisibilidad, por su capacidad motivadora y seductora. Ahí está el totem, el hombre que sólo con sus brazos y con su barita mágica dirige el universo ordenado. Toda la tradición mágica de siglos se perpetúan en un simple objeto de sencillez máxima: la batuta. Esa prolongación del mago por donde su poder se distribuye. En la era punta de la electrónica y de la inteligen­cia artificial, todavía hoy la gente se reune en torno a un grupo de gente que frota tripas de animales o derivados, golpea sus pieles o derivados y sopla por cañas o derivados al pulso que le indica un chamán con un palito. La sociedad sueña a identificarse con el brujo poderoso que, externamente, parece poner orden en aquel otro mundo mágico.
Durkheim dice: Tanto en la actualidad como a lo largo de la historia, vemos que sin cesar la sociedad crea de la nada objetos sagrados. Si llega a prendarse de un hombre determinado creyendo descubrir en él las principales aspiraciones que la agitan, así como los instrumentos para satisfacerlas, ese hombre será puesto por encima de todos y como divinizado(3). Durkheim, como se ve, está ratificando la posición que defendemos en este trabajo. Es la misma forma de comportamiento que a lo largo de los siglos los hombres han tenido con el hecho religioso y su representante en los ritos: se le ha caracterizado de unos componentes especiales y se le ha profesado un respeto religioso por el lugar que desempeñaba en el rito.
En el mundo de hoy -dice Balandier(4)-, en que se acumulan con rapidez los cambios, abiertos a las incertidumbres e inquietudes que nutren la conscien­cia del desorden, se intensifi­ca la demanda de una imagen creíble del poder supremo. [...] Ha llegado ya la época de volver a labrar la figura de los sobera­nos. Porque el mito, como ha hecho a lo largo de la historia y como sigue haciendo hoy, es un referente estable, un signo de que se controla el mundo porque se le conoce, porque se sabe quién es responsable de qué. Para las tribus primitivas un dios determinado podía ser el responsable de una tormenta; para un griego, una divinidad del olimpo lo era del amor o de la guerra; para un aldeano medieval, el obispo o el rey eran responsables de sus vidas; para un occidental del siglo XX, la ciencia le da todas las respuestas que desea. Pero tiene dificultades para centrar la imagen de ese responsable y se inventa premios nobel u objetos de culto como Scientific American o el editorial de El País. El clan -fijémosno en lo que dice Durkheim(5)- no puede definirse en base a su jefe, pues si bien no hay una carencia absoluta de autoridad central, ésta es, por lo menos, incierta o inestable. Esta inestabilidad de referentes por su variedad y diversifica­ción propicia ese sentimiento de horfandad, de abandono, que desemboca en la multiplicación de actividades rastreadoras de símbolos polares que construyen la personalidad de esas masas de individuos mendicantes de sentido. El clan ahora no tiene ni jefe ni totems y para sustituirlos se carga de jefes y de totems pero efímeros, de menor intensidad.
Uno de ellos -defiendo- es el Director que se apoya en toda la escenografía del rito para acrecentar su poder.

Si en un acto religioso, desde tiempo inmemorial, los elementos que han sido necesarios para la puesta en escena de un acto religioso han sido el pueblo, el oficiante y la magia, ¿cuál de estos elementos no se da hoy en día en el concierto musical?
Ya hemos visto al oficiante, veamos ahora el pueblo y los magos.

El público: los fieles.
El pueblo se reune ante una citación que es pública y ocupa su lugar estratificado en la escena religiosa. El miembro del grupo no sabe -como nos recuerda Durkheim(6)- que la puesta en contacto de un cierto número de hombres asociados en una misma vida da lugar a la liberación de nuevas energías que transforman a cada uno de ellos. Esa efervescencia de energías es uno de los elementos atractivos para el grupo. Es una sensación contagiosa que en el caso de los conciertos de música clásica se acumula y reprime hasta el final. Hasta el momento en que se desatan los aplausos que oyendo a Durkheim en su descripción de los fenómenos que se dan en los ritos tribales pareciera que los describiera en la actualidad como una exteriorización de pasiones crecientes comunicativamente: cada sentimiento que se expresa repercute, sin encontrar resistencia, en todas las conciencias ampliamente receptivas a las impresiones externas: cada una de ellas hace eco a las otras y recíprocamente. El impulso inicial va de este modo ampliándose a medida que se repercute, del mismo modo que un alud crece a medida que avanza. Y como pasiones tan vivas y tan libres de cualquier control no pueden dejar de exteriorizarse, por todas partes surgen gestos violentos, gritos verdaderos aullidos, ruídos ensordece­dores de todo tipo, que todavía contribuyen a intensificar el estado que exteriorizan. Sin duda, por razón de que un sentimiento colectivo no puede expresarse colectivamente más con la condición de que observe un cierto ritmo que haga posibles el acuerdo y los movimientos de conjunto, estos gestos y gritos tienden por sí mismos a someterse a un ritmo y a regularizarse(6). Nadie dudaría ante esta descripción que, en nuestros días, sería absolutamente equiparable con el efecto producido con los aplausos en un concierto al final de una obra. Recordando este párrafo de Durkheim no puede dejar de venirse a nuestra memoria el magnífico relato de Julio Cortazar Las Ménades(7) en el que el público de un concierto sinfónico va enervándose a medida que transcurre el concierto y al final, después de la Quinta Sinfonía de Beethoven es tal el clamor y la excitación del público hacia el Director que terminan por comérselo. En ese relato hay descripciones que parecieran tomadas de las de Durkheim: Incapaz de moverme en mi butaca sentía en mis espaldas como un nacimiento de fuerzas [...] en el preciso momento en que el Maestro, igual que un matador que envaina su estoque en el toro, metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia adelante, agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso final. Cuando se enderezó la sala estaba de pie y yo con ella, y el espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de lanzas agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia insoportable­mente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo. Y más adelante: ...y el cuerpo del Maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban amontona­damente. Hasta ese instante yo había mirado todo con una especie de espanto lúcido [...]. Fue demasiado, entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí partícipe mezclado en ese desbordar del entusias­mo y corrí a mi vez hacia el escenario y salté por un costado, justamente cuando una multitud delirante rodeaba a los violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y reventarse como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del escenario a la platea [...].[...] Legiones de oyentes habían bloqueado las dos alas del escenario, formando un cordón móvil que avanzaba pisoteando los instrumentos, haciendo volar los atriles, aplaudiendo y vociferando al mismo tiempo, en un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a semejarse al silencio(8). Etcétera. Durkheim diría que en el seno de una asamblea enardecida por una pasión común, nos hacemos capaces de sentimientos y actos de los que no lo somos cuando quedamos reducidos a nuestras solas fuerzas.[...] Los cambios no son tan sólo de matíz y de grado; el hombre se convierte en otro. Las pasiones que le agitan son de una tal intensidad que no pueden satisfacerse más que por medio de actos violentos, desmesura­dos(9). Después de leer esto es fácil preguntarse si Cortazar no estará siendo con este relato como el medium que se le atribuye ser a todos los artistas y que no hacen más que sacar a la superficie el inconsciente colectivo.
Más allá de exageraciones artísticas, es indudable que se establece una especial unión entre el público y los intérpretes en escena. El fiel -nos dice Durkheim- se considera sujeto a ciertas maneras de actuar que le son impuestas por la naturaleza del principio sagrado con el que se siente en comunicación. Pues bien -continúa- también la sociedad alimenta en nosotros la sensación de una perpetua dependencia(10). Esta dependencia puede establecerse con respecto a una persona de manera que sea casi un tipo de esclavitud. Cuando obedecemos a una persona -dice Durkheim-, en razón de la autoridad moral que le reconocemos, seguimos sus indicaciones, no porque nos parezcan sabias, sino porque es inmanente a la idea que tenemos de esta persona una energía psíquica de un cierto tipo, que hace que nuestra voluntad se pliegue y se incline en el sentido indicado. A esto fácilmente le podríamos llamar poder. Poder en su más pura acepción. Y ahí tenemos a todo ese público entregado a una persona que numerosas veces no desempeña su trabajo de manera correcta (los especialis­tas en la materia lo pueden corroborar) pero que, sin embargo, produce un embrujo que a muchos somete.

Los músicos: los oficiantes.

Los músicos participan del rito por medio de la realización del acto mágico que resulta al interpretar música. Para ello, como ya antes se dijo, van pertrechados de rudimentarios instrumentos donde no se necesita la electricidad ni los microchips ni nungún invento que no tenga ya más de trescientos años. pero para mí es muy de destacar su indumentaria.
Todavía hoy me sorprende la indumentaria de los sacerdotes en las celebraciones religiosas. Lo que hoy está cargado de sentido simbólico, la sotana, la casulla o el hábito, no fue más que la usual manera de vestir de otros tiempos, de los tiempos de la instauración de la propia religión. Indudablemente el efecto de las vestimentas ha sido claro para los gobernantes a lo largo de la historia (militares, policías, clero, etc): ha otorgado poder. Y es muy curioso que, de similar manera, esté ocurriendo en la representación de la música sinfónica. De todos es sabido que la populariza­ción de la música de concierto con su puesta en escena en teatros no llega hasta el romanticismo, época en la que los músicos comenzarían a vestir de chaqué porque su propio público vestía de chaqué. En aquella época, no obstante, hubo un proceso de mimetismo ascendente en los músicos: era una aspiración a conseguir el nivel del público para el que tocaban. El refinamiento de los salones europeos empujó a los artistas a vestir "adecuadamente", adoptando esa vestimenta de gala para realizar su trabajo. Pero curiosamente, al igual que pasara con los oficiantes religiosos, la moda avanzó para todos menos para los oficiantes, ya fueran religiosos en tiempos del imperio romano o ya fueran músicos de los teatros románticos. Este devenir en paralelo (mejor diríamos este inmovilismo paralelo) sugiere procesos de similar significación: sistemas de perpetua­ción de poder e implantación y conservadurismo en las tradiciones para parecer más auténticas. Por otra parte, la uniformidad, que ya va desapareciendo de casi todos los ámbitos de la vida, si se mantiene en este colectivo de profesionales ha de ser por alguna razón y la más plausible parece ser la de querer mantener la fuerza de un colectivo para seguir irradiando ese poder que no se consigue como suma de individualidades sino como la fuerza multiplicada de un clan unido.

El concierto: la celebración religiosa.

Vistos los elementos por separado, intentemos comprender qué significa todo ello junto.
El acto del concierto, como las periódicas celebraciones religiosas, son un paréntesis en la vida ordinaria. Un paréntesis ritual por cuanto no es sólo parar, sino parar y seguir un rito establecido. Ir a un lugar determinado, encontrarse con una comunidad determinada y unos oficantes específicos. Es como el "corrobori" australianodel que habla Durkheim: [En época de trabajo] el estado de dispersión en que entonces se encuentra la sociedad acaba por hacer la vida uniforme, sin brillo y languide­ciente. Pero basta con que tenga lugar un corrobori para que todo cambie.[...] Un acontecimiento de alguna importancia le pone [al primitivo] fuera de sí(11). Así pues, ese tipo de escape a un lugar de reflexión como pueda ser el templo o a un lugar de deleite y relajación como pueda ser una sala de conciertos para asistir a la reconstrucción de una creación artística que surge bajo el poder de una mano y una batuta que indican el movimiento y la sutileza, tienen significaciones parecidas. Yo creo que es, ante todo un punto de identidad. Los grupos religiosos se caracterizan de forma pública por la asistencia a un lugar determinado con un aperiodicidad establecida. LLevan a gala su fe y la muestran. Pero a la vez de mostrarla a los extraños, también les sirve para saberse amparados por un colectivo al que pertenecen, encuentran su sentido en la colectividad.
Los asistentes a conciertos sinfónicos, con su actitud, establecen parámetros parecidos: se muestran pertenecientes a una casta determinada que constituye la escala más alta de la sociedad: es la sociedad culta. Es por esto por lo que ya en el diario de campo se ponía de relieve la asistencia de un público determinado de una clase económica alta pero que no va allí porque ese sea el lugar al que va la gente de su estatus sino porque desean poseer lo que no pueden obtener con su dinero: cultura. No sólo vale tener dinero, para estar arriba hay que tener, además, cultura. Ese es su elemento de identidad. La asistencia a conciertos implica posesión de cultura (y, en muchos casos, de dinero). A este elemento le debemos unir el del espectáculo en sí que está impregnado de cierto fascismo, de cierto autoritarismo, mitificación de un sólo hombre que gobierna y construye el orden mágico desde su poder. Esto hace que la asistencia a este acto sea en sí enormemente gratificante para un sector de la población que gusta de ambos elementos diferen­ciadores. La sociedad, decíamos al principio, no puede buscar en el totem más que el reflejo de sí misma. Esta clase alta que acude a los conciertos no puede buscar en él más que su deseo de ser tal como se ve reflejada: armónica, perfecta y autoritaria.

La vida social -dice Durkheim-, en todos los aspectos y en todos los momentos de la historia, sólo es posible gracias a un amplio simbolismo.[...] Los sentimientos colectivos pueden, igualmente, encarnarse en personas o en formulaciones verbales: hay formulaciones de este tipo que actúan como banderas; hay personajes, reales o míticos, que constituyen símbolos(12)el Director es uno de ellos.

La fiesta ya no es lo que era, dice Balandier(13), y por eso eiste tal diversificación de elementos vivificadores, que interrumpan el monótono devenir ahora también monótono por la inmensidad de oferta lúdica. Y con esta situación y con esta necesidad, la permanencia de actos sociales monolíticos como son los conciertos sinfónicos, sorprenden de manera desmesurada. Sólo justificaciones de clase y poder como las antes expuestas nos podrían aportar motivos para comprender tales situaciones. La música -la no clásica- ha dado en ese aspecto una enorme lección a la sinfónica. La música en los años 60 se hizo popular (Pop) y avanzó con los tiempos y las generaciones. Se sofisticó (Pop-rock), se preparó para deleitar a las grandes masas, se vistió de luces y colores, de imágenes y sonidos eléctricos y con montajes de gran celebración mística (¡esos sí que son grandes actos tribales y religiosos!) y compitió con los medios de seducción para seducir ella también.




Y mientras, ese fósil se mantiene inmovil, desafiando al tiempo, sólo sustentado en su soterrado poder religioso.
Este es el significado que yo le doy a este acto singular que es el concierto, no obstante, como dice Gellner: el "signifi­cado" no es tanto una herramienta de estudio como un embriagante conceptual, un instrumento de autoexcitación(14). Podría ser.
José Carlos Carmona


Notas:
1. Durkheim, E. Las formas elementales de la vida religiosa. Pág. 194. Akal,
Madrid, 1982.
2. (Ibídem pág. 207).
3. pág. 200.
4. Balandier, G. El poder en escenas. Pág. 178. Paidós, Barcelo­na, 1992.
5. (Ib. pág. 218).
6. (Ib. pág. 203).
7. Cortazar, Julio. Existen muchas ediciones pero puede repasarse en su magnífica compilación Cuentos completos/1. Alfaguara, Madrid, 1994.
8. (Ib. págs. 323 y 324)
9. Ib. págs. 197 y 198.
10. Ib. pág. 194.
11. Ib. Pág. 202.
12. Ib. pág. 217.
13. Op. cit. pág. 142.
14. Gellner, E. Posmodernismo, razón y religión. Pág. 45. Paidós, Barcelona, 1994.

CRITERIOS HERMENÉUTICOS Y TIPOS DE INTERPRETACIÓN MUSICAL

–Una propuesta de definición–

Por José Carlos Carmona
Director de Orquesta y Profesor del Área
de Música de la Universidad de Sevilla

RESUMEN: La necesidad de clarificar los criterios de interpretación en estos momentos de confusión donde los datos históricos se debaten con los ecos postrománticos, ha empujado al autor a la realización de este artículo. En él se muestra, tomando como modelo los criterios de la interpretación hermenéutica jurídica, el amplio espectro de posibilidades analíticas para abarcar todos los puntos de vista previos a cualquier ejecución musical: criterios textuales, contextuales, históricos, sociales, teleológicos, lógicos, naturales, públicos; y las distintas maneras de interpretar la serie de signos que son en sí una partitura: declarativa, modificativa, restrictiva, extensiva, lata, estricta y abrogante. Además, el autor, siguiendo el artículo 3º.1 del código civil, se atreve a realizar y defender una propuesta de lo que debe ser una interpretación correcta en términos abstractos.

ABSTRACT: The necessity of clarifying the criteria of interpretation in this moments of confusion where the historical facts are fighting against the postromantic echoes, has pushed the author into writing this article. Here it is showed, taking the interpretation's criteria of the juridical hermeneutic as a model, the wide spectra of analytical possibilities in order to include all the previous points of view to any musical execution: textual, contextual, historical, social, teleological, logical, natural and public criteria; and the different ways of interpreting all the signs that make a score itself: declarative, modificative, restrictive, extensive, strict... Besides that, the author dares to defend a proposition of what must be a correct interpretation in abstract terms.

PALABRAS CLAVE: interpretación, criterios hermenéuticos, sentido de los signos, contexto, antecedentes históricos, espíritu y finalidad de las obras musicales.

KEYWORDS: interpretation, hermeneutical criteria, mining of signs, context, historical backgrounds, spirit and sense of the musical pieces.


I. INTRODUCCIÓN
El advenimiento de los criterios historicistas en el panorama interpretativo de la música culta en los últimos treinta años (en España no más de quince), ha puesto en cuestión y ha enriquecido el acto en sí de interpretar una obra musical. El retorno a la actividad musical después de la Segunda Guerra Mundial supuso un "comenzar de nuevo" tomando como base los ecos del romanticismo y posromanticismo que impregnaron tanto el repertorio como las maneras de interpretar ese repertorio. Los autores importantes eran Beethoven, Brahms o Chopin; y de Bach, Vivaldi o Haendel sólo se interpretaban sus obras más tópicas y más adaptables al espíritu Romántico (Las Suites para orquesta y los Conciertos de Brandenburgo, Las Cuatro estaciones o el oratorio El Mesías, respectivamente). Y si esto ocurría en el repertorio, mucho más impregnados estaban los criterios interpretativos: grandes orquestas y coros y exceso de rubato (entre otros tópicos). Con el advenimiento de la paz y el florecimiento económico europeo, la investigación musicológica comenzó a dar sus frutos y a aportar nuevos elementos para la reflexión, que tardíamente llegarían (están llegando) al campo de la interpretación. Así pues, hoy los intérpretes nos encontramos con una enorme cantidad de datos y elementos para la reflexión que hemos de poner en orden para que la interpretación no sea fruto de la improvisación o el desconocimiento sino que estén dictados por una serie de criterios dentro de los cuales podamos tomar nuestras decisiones con conocimiento.
La búsqueda de esos criterios, de carácter generalista, abstractos, suponen una tarea hermenéutica que ha de beber de sus tradicionales fuentes. La fuente más tradicional de la hermenéutica fue la interpretación del significado de los textos religiosos que durante siglos han producido una ingente cantidad de puntos de vista disímiles o coincidentes sobre el mensaje oculto en ellos. De ahí la hermenéutica pasó a la filosofía, magnífico caldo de cultivo para extraer diferentes significaciones sobre un mismo concepto. Pero la disciplina que ha creado toda una estricta metodología sobre criterios hermenéuticos, porque le era imprescindible ya que debía ser lo más exacta posible, ha sido la jurídica[1]. La necesidad de comprender, para aplicar, correctamente los principios, reglas y normas establecidos de manera positiva por el legislador, ha dado a luz toda una estricta metodología de aplicación de los métodos interpretativos, que nos servirá de modelo analítico para aplicar al campo de la interpretación musical. La aplicación de criterios de campos tan distantes como el jurídico y el musical, pretende ser una de las principales aportaciones de este artículo.

II. INTERPRETACIÓN MUSICAL. DEFINICIÓN, CONCEPTOS, LÍMITES.
La interpretación podría ser considerada como la actividad dirigida a la puesta en valor del sentido o significación de la obra desde su elemento histórico legaticio como es la partitura o documento musical heredado.
Desde un punto de vista general, la palabra "interpretación" es también ella misma equívoca y conviene puntualizarla para delimitar el carácter que la operación reviste. Se ha señalado que la locución latina "interpres" procede del griego "meta fraxtes" e indica al que se coloca entre dos que hablan para hacer conocer a cada uno de ellos lo que el otro ha dicho o está diciendo. En este amplio sentido, la palabra se utiliza todavía hoy entre nosotros para designar al traductor que se sitúa entre dos personas que hablan lenguajes o idiomas distintos. En un sentido más amplio recibe también el nombre de interpretación la ejecución de una obra literaria o artística. Un actor es, según el lenguaje usual, un intérprete y lo es también el músico que ejecuta la pieza que otro ha compuesto. Si se mira con atención, también aquí hay uno que se coloca entre dos que hablan, con el fin de dar a conocer a uno de ellos lo que el otro ha dicho. El intérprete dramático y el intérprete musical son intermediarios en la comunicación intelectual o estética, que se produce entre el autor y el público destinatario de su obra. Sin embargo, en esta función de intermediación, el intérprete lleva a cabo su propia obra, que es la obra interpretativa. No se limita a repetir algo que estaba ya hecho, sino que de algún modo lo recoge y lo modifica o lo significa. A su vez, el autor ha sido también, él mismo, un intérprete, puesto que, de algún modo, al llevar a cabo la obra original, ha interpretado en ella una realidad histórica o un mundo de sensaciones y de fantasía. Por último, el receptor final en el proceso de comunicación lleva a cabo, sin duda, su propia interpretación.
Se interpreta, pues, en sentido amplio, cuando se atribuye sentido o significación a algo que nos viene ya previamente dado. Pero tanto en música como en teatro es necesario la figura de re-constructores del texto para que éste llegue a su destinatario. Nosotros, como músicos, nos fijaremos en este sentido del concepto de interpretación, el de reconstruir, pero sin poder dejar de lado el otro, el del íntérprete que da sentido, porque a la vez que re-construimos desde el plano que supone ser la partitura, estamos a su vez siendo intérpretes en el sentido más abstracto, en el sentido general que luego aportará el público. En definitiva, interpretamos el sentido de la música a la vez que la reconstruimos. Nuestra responsabilidad será, pues, doble, porque tamizamos el sentido de la obra antes de exponerla a la interpretación del público.
Por eso tenemos la responsabilidad de plantearnos, antes de reconstruir una obra qué es lo que se busca a través de los signos que la exteriorizan, qué es lo que se estima como esencia de la misma.
Y en este punto aparecen dos líneas claramente diferenciadas:
1. La interpretación subjetiva (búsqueda de la voluntad del compositor).
Toda vez que la obra es una creación del compositor, según la posición subjetivista, lo que debe ser indagado por el intérprete es cuál ha sido la verdadera voluntad que guió al compositor al crear la obra. Se trata de saber cuáles eran los propósitos concretos que el compositor tuvo a la vista y cuál fue el espíritu que presidió según ello la composición de la obra.
Interpretar podría ser, desde este paradigma, colocarse en el punto de vista del compositor y repetir artificialmente la actividad de éste.
Para otros en esta misma corriente, la interpretación podría ser la fijación del sentido que el compositor ha unido a sus notas, de tal manera que el intérprete tiene que penetrar lo más completamente que sea posible "en el alma del compositor".
Por otra parte, se podría considerar que la obra es la expresión de la voluntad del compositor y el contenido de la obra es lo manifiestamente querido por el compositor.
La búsqueda de la voluntad real que guió la creación de la obra no cabe duda de que contribuye a una mejor realización de los designios de quien la creó.
El intérprete debe tratar de averiguar qué es lo que el compositor ha querido para, en cierto sentido, complacerle.
Este subjetivismo sin embargo, viene tropezando ya de antiguo con algunos graves inconvenientes de orden práctico, ya que cuando lo que debe ser interpretado son obras muy antiguas, mantenidas en vigor por una larga tradición, la voluntad del originario compositor pierde parte de su interés porque ya no está circunscrito su sentido al entorno estético e histórico que le correspondía (lo que fuera una danza de baile, por ejemplo, adquiere toda una nueva significación -y por tanto sentido- cuando se ejecuta en una sala de concierto para ser solamente oída).

2. La interpretación objetiva (búsqueda de la voluntad de la propia obra).
La dirección objetiva por todo lo anterior, ganó terreno durante muchas décadas imbuida del espíritu abstracto del Romanticismo. No se trata de encontrar la voluntad del compositor, sino de encontrar una voluntad objetiva e inmanente en la propia obra musical. La obra, se dice, una vez que ha sido creada, se separa de su autor y alcanza una existencia objetiva. El compositor ha jugado ya su papel y ha quedado detrás de su obra. Su obra es la partitura, su voluntad se ha hecho escritura musical. Las representaciones mentales, las expectativas y los propósitos del compositor que no han alcanzado expresión en la obra, carecen de obligatoriedad. Se podría decir en este sentido que sólo las manifestaciones de voluntad vertidas en la obra tienen valor vinculante. Por tanto sólo vale la voluntad que resulta de la partitura.
Además, el público debe poder confiar razonablemente en que la obra se interpreta según su sentido objetivo, es decir, según aquel sentido o interpretación que, razonablemente, la obra tuviera previsto suscitar. Pues, en cierto sentido, la confianza en el intérprete y una cierta seguridad de que lo que se oye es razonablemente verdadero, se vería lesionado. En un sistema de confianza que se establece de manera tácita entre el espectador y el creador, el intérprete está sometido también a esa confianza casi como si se tratara de un derecho y debe dejar actuar a la obra incluso contra el propio autor.
Por último, sólo la interpretación objetiva es capaz de hacer frente a los problemas planteados por fenómenos y situaciones que el compositor no ha conocido ni ha tenido por qué conocer (por ejemplo la decadencia del espíritu religioso en occidente a la hora de interpretar música sacra). El intérprete debe adaptar incesantemente las obras musicales que están ellas mismas en incesante renovación, pues dentro de la obra cada nueva transformación irradia una fuerza sobre las anteriores y, en definitiva, sobre el entero conjunto.

III. CRITERIOS HERMENÉUTICOS
El intérprete, para llevar a cabo su tarea, cualquiera que sea la óptica bajo la que se sitúe, debe valerse de unos medios o instrumentos, que son los criterios hermenéuticos. Aquella óptica sólo hará que resalten más unos que otros. Por ejemplo, si se busca la voluntad del compositor, los subjetivistas puros preconizarán un método de investigación histórica y una reflexión estética historicista, puesto que de lo que se trata es de descubrir o de reconstruir la voluntad real de un compositor histórico. El estudio de los trabajos de preparación y las razones que motivaron las obras pueden proporcionar para ello datos de inestimable valor, lo mismo que los antecedentes anteriores, obras anteriores.
Los elementos o criterios de la interpretación que ahora veremos no son tipos diferenciados y excluyentes entre sí, entre los cuales cada uno podría elegir según su gusto y voluntad, sino diversas actividades que tienen que estar reunidas para que la interpretación tenga éxito, aunque con ello no se hace más que encubrir el problema de una forma elegante, problema que consiste en la inexistencia actual de una ordenación y una jerarquía segura entre los criterios interpretativos, y por ello hay que contar con que su aplicación conduzca a resultados contradictorios.
A continuación, siguiendo por un método analógico lo que dice el artículo 3º.1 del Código civil español en el que se enumeran los criterios hermenéuticos para llevar a cabo la labor de interpretación, voy a proponer una definición de lo que debe ser una correcta interpretación, explicando pormenorizadamente cada uno de sus elementos para que entren en el debate público.
Las obras, me atrevo a proponer, pues, en consonancia con el artículo citado, habrán de interpretarse según el sentido propio de los signos y anotaciones musicales escritos, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y compositivos, y la realidad social del tiempo en que han de ser interpretadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu o finalidad de aquellas.
Establecer, como acabo de formular, normas predeterminadas de los criterios a utilizar en la interpretación es siempre delicado. La tesis negativa tendría en cuenta las ventajas de una mayor libertad por parte del intérprete y remitirían el problema de los criterios utilizables al campo de la doctrina, esto es, a los expertos en la materia, fueran del signo que fueren. La tesis afirmativa pondera los beneficios de cierta uniformidad en el modo de proceder. Aunque en ningún caso es recomendable una fórmula hermenéutica cerrada y rígida. Recalquemos que el concepto defendido en esta segunda opción de carácter aparentemente más rígido es el de "cierta uniformidad", no el de una uniformidad total. Por otra parte, los criterios de mi propuesta no son cerrados, luego se deja al intérprete la utilización de otros y, sobre todo, se le deja en libertad respecto a su utilización (uno en lugar de otro, por ejemplo).
Analicemos la propuesta, porque se da la interesante paradoja de que una norma sobre la interpretación necesita a su vez ser interpretada.

A) El sentido propio de los signos musicales
El punto de partida de toda obra escrita o impresa está obviamente constituido por un elemento literal y filológico, que es la partitura escrita o el tenor de aquélla. Para aludir a este aspecto de la interpretación, otras ramas de la hermenéutica han venido hablando siempre de "interpretación literal". En esta interpretación se pretende fijar el sentido o los posibles sentidos que posee cada nota, signo o anotación musical de la obra. El significado en principio será el que se usa ordinariamente por los compositores y músicos en general.
Sin embargo, lo cierto es que el compositor también tiene su propio lenguaje, que pudiéramos llamar técnico-musical, que a menudo no tenía por qué ser entendido por la generalidad de los intérpretes porque se tenía conciencia absoluta de que iba a ser sólo el propio compositor el intérprete de su obra. Por eso, el estudio del periodo de la obra tiene, entre otras cosas, tanta importancia, porque el concepto de obra de arte como legado histórico tarda en ir apareciendo y no se consolida realmente hasta el romanticismo. Esta idea de legado histórico implicaba que los autores comenzaban a escribir de una manera más universal para que las siguientes generaciones pudieran comprender la obra y ejecutarla.
El sentido literal, pues, no suele bastar casi nunca como criterio interpretativo porque los signos musicales y su enlace pueden tener distintos significados. Pero el sentido literal posible, es decir, la totalidad de aquellos significados que pueden ser vinculados, según el lenguaje musical general, a una notación o pasaje musical, marca el límite de la interpretación. Lo que no es compatible con lo escrito -es decir, lo que no es compatible con el sentido literal posible- no participa de la autoridad de lo compuesto por el compositor.
Muy curiosamente, en el arte dramático, este límite del texto como marco infranqueable no se ha respetado; y en la interpretación de la música antigua y en las notas de adorno del renacimiento y barroco, en particular, comienza también a no respetarse.

B) El contexto formal. Mi propuesta plantea que el intérprete atienda al sentido propio de los signos escritos, pero a continuación manda que lo relacione con el "contexto".
La referencia al "contexto" significa en primer lugar otro estadio de la interpretación literal, que aquí sería ahora formal. La interpretación formal no se dirige ya a la fijación del sentido de un signo musical, sino a la fijación del sentido de una pieza entera, a través de la coordinación gramatical que dentro de ella tienen los distintos signos y su respectivo valor.
En segundo lugar, el "contexto" es un término con el que se alude a la tradicional interpretación formal de las obras. La ubicación del pasaje musical dentro de una determinada estructura formal arroja luz sobre su entendimiento. Por ejemplo, el tempo, el modo o la sección donde se sitúa permite entender comprendidos dentro de la obra elementos que quedan sobreentendidos o implícitos, bastando con observar la sede materiae. Desde este punto de vista, la interpretación según el contexto aconseja poner en conexión todos los elementos de la obra en sí, por presuponerse que entre ellos hay una coherencia y una interdependencia.

C) Los antecedentes históricos y compositivos.
Según mi propuesta, el sentido propio de los signos musicales escritos hay que ponerlo en relación no sólo con el contexto, sino también con los antecedentes históricos y compositivos de la obra.
La invocación de los antecedentes históricos y compositivos tiene por objeto conocer la problemática técnica a la que la obra trataba de dar solución y el espíritu que la animaba, o dicho en otros términos, los criterios directivos para la resolución de cuestiones técnicas a que se debe su nacimiento y sus antecedentes musicales si los hubiera habido. No se trata de una reconstrucción de la voluntad del compositor, de lo que el mismo quiso o pretendió, sino de un medio para el mejor entendimiento de lo que compuso.
Mi propuesta, en suma, llama a la historia remota y próxima de la composición, plasmada esta última en obras precursoras, borradores, trabajos menores que servirían de bocetos, melodías o ritmos populares que sirvieran de inspiración, etc.

D) La realidad social del tiempo en que han de ser interpretadas las obras.
Mi propuesta dice que en la interpretación de las obras habrá que atender a otro criterio: el de "la realidad social del tiempo en que han de ser interpretadas”. Esto introduce un factor con cuyo empleo, ciertamente muy delicado, es posible en alguna medida acomodar las obras a las situaciones surgidas con posterioridad a la composición de aquellas.
En realidad, de lo que se trata básicamente es de que la interpretación de la obra no vaya contra la realidad social en el tiempo en que se efectúa, que puede ser distinta de la que existía cuando se compuso. Esa realidad contra la que la interpretación de la obra no debe chocar está constituida por los factores políticos, sociales, económicos, culturales, estados de conciencia u opinión pública, y convicciones y creencias imperantes en un momento dado en determinada sociedad. Por ello, la interpretación de la obra se matiza lo suficiente para evitar aquel efecto. Por otra parte, mi propuesta lo que ha hecho ha sido consagrar el elemento sociológico en la interpretación de las obras, aspecto que siempre afectó incluso a los propios autores.
El elemento sociológico a lo que obliga es a un ajuste de la interpretación de las obras, pero no a una modificación o no ejecución de las mismas. Este elemento permite suavizar la interpretación sólo hasta donde permita el contenido de los signos musicales y anotaciones escritas, aunque siempre advirtiendo que se requiere para su utilización mucho tino y prudencia, porque envuelve grave riesgo de arbitrariedad el entregar al criterio subjetivo del intérprete apreciaciones tan delicadas como estas, aunque se ha de reconocer que su aplicación se hace más segura y decisiva cuando se trata de tendencias o ideas que han penetrado ya en las propuestas de los teóricos musicales e incluso en la discografía al uso o han tenido un reconocimiento de manera inequívoca en la crítica especializada.
En definitiva, la propuesta lo que está preconizando es el método histórico-evolutivo, que consiste en dar a los signos y anotaciones musicales escritos no ya el sentido que tenía al tiempo de su formación, sino el que puede tener al tiempo en que surge la posibilidad de ejecutarla. Y así, permaneciendo inmutable el sentido literal, debe considerarse mudado su espíritu, en conformidad con las nuevas exigencias de los tiempos; en otros términos, también los signos y anotaciones musicales de la obra deben sufrir la ley de la evolución y adaptarse al ambiente histórico en un momento determinado.
Sé que, aún con todas las precauciones dictadas y matices aportados para entender este punto, se pueda considerar que este criterio es el más delicado de todos porque pareciera oponerse al espíritu historicista que entiende que la reconstrucción debe ser lo más cercana a la realidad histórica que vivió la pieza, y que este amoldamiento a la realidad social del tiempo en que han de ser interpretadas las obras parece una vía abierta para el subjetivismo del intérprete fundamentado en razones sociales. No, lo que quiere recoger la definición es la asunción de la imposibilidad absoluta de recrear la obra tal como fue pensada o interpretada. De nada habría valido una definición que fuera utópica donde no se plasmara la realidad de los fenómenos, esto es: de un modo o de otro nunca podremos reconstruir la "verdad" de la obra porque la realidad es mutable, el agua que corre por el río nunca es dos veces la misma. Ni siquiera el propio autor siendo el intérprete podría repetir la misma interpretación.
Por otra parte, la presentación en público de las obras ha obligado de manera evidente algunas veces y de manera larvada otras, a que el intérprete –no siempre sin controversia– tenga que tener en cuenta el deseo del público. Más allá de nuestra aceptación o no, éste es un hecho que hay que tener en cuenta y que nos lleva a pensar en la finalidad de las obras:

E) El espíritu y la finalidad de las obras.
Dice, por último, nuestra propuesta, que en la interpretación se atienda fundamentalmente al espíritu y finalidad de las obras, expresión que también suscita algunas dificultades porque es susceptible de reflejar muy diferentes ideas. En efecto, la existencia en la obra de un "espíritu" es en alguna medida pura metáfora, utilizada inicialmente para superar el puro literalismo. Se dice que la letra mata y el espíritu vivifica. Tras los signos, más allá de los signos, se pueden buscar otros significados. En otro sentido, se ha hablado también de un espíritu de la obra para designar algo objetivo e independiente de los propósitos e intenciones del autor de la obra, punto de vista desde el cual la llamada a este espíritu de la obra tiene el alcance de expresar el predominio de una interpretación objetiva, por encima de lo subjetivo o de la voluntad que tuviere el compositor.
También puede ser entendida la finalidad de la obra de otra manera. Si vemos en ella solución a un conflicto de intereses (v. gr. entre expresar el contenido del texto y agradar por sus líneas melódicas), habrá que examinar ante todo cuáles son los intereses tenidos en cuenta por la obra y cuál es el que ha prevalecido, o cómo se han compuesto sin necesidad del sacrificio de unos a otros. Estos intereses no son sólo de orden expresivo o formal, sino también de orden cultural, espiritual o de afección.
Un análisis en el equilibrio de intereses conduce a unos resultados que no cabe duda en llamar más realistas, pues profundiza no sólo en los posibles intereses que en la obra analizada se encuentran, sino también halla en la solución analizada cuál es la estructura estética dominante. No obstante, hay que advertir que el análisis en el equilibrio de intereses se puede hacer un análisis de valores o análisis valorativo porque, en realidad, cuando se habla de intereses no está refiriéndose uno tanto a las aspiraciones y apetencias que una obra suscita en un sujeto o en los sujetos que se encuentran inmersos en ella por su labor de compositores, instrumentistas u oyentes, como al juicio de valor que tales aspiraciones o apetencias merecen. El juicio de valor que debe servir para la justa decisión es, según algunos, el que de alguna manera está encerrado en la obra; según otros el del intérprete musical, lo que podría ser rechazable por arbitrario, o el que es generalmente admitido por el público.
En realidad, al hablar del "espíritu y finalidad" de la obra, nos estamos acogiendo al criterio teleológico en la interpretación de la misma. Sin embargo, hay que hacer notar inmediatamente que tal criterio es algo que en numerosas ocasiones el propio intérprete ha de descubrir, no le viene dado como un dato más a tener en cuenta en su tarea como la notación musical o los antecedentes compositivos próximos. Y lo ha de descubrir con ayuda precisamente de los otros criterios hermenéuticos, principalmente el histórico. Por eso, no sería demasiado correcta nuestra propuesta que, entonces, habría que matizar, ya que no es que el espíritu de la obra deba ser el faro que guía al intérprete, sino que en la mayoría de los casos, es la interpretación la que ha de descubrir aquel espíritu y finalidad. Para encontrar el auténtico sentido de la obra, esto es, el resultado que se quiere alcanzar a través de una determinada obra, ha de ponerse en marcha la tarea previa de centrar el problema de a qué promulgación obedece. De ahí que interpretarla con arreglo a su espíritu y finalidad obligue a rechazar todo lo que obstaculice la obtención de aquel resultado. La obra debe ser entendida en el sentido que mejor responda a la realización del resultado que se quiere alcanzar.

F) Interpretación lógica.
Aunque nuestra propuesta no contiene ninguna referencia a la interpretación lógica, no debe pensarse que por ello la excluye. Habría, pues, que aconsejar que en ningún caso es recomendable una fórmula hermenéutica cerrada y rígida.
Por interpretación lógica suele entenderse la que se hace guiada por la ratio de la obra. Pero también se quiere aludir al empleo de las reglas del correcto razonar humano.
La aplicación a la composición musical de la lógica formal debería adquirir hoy un auge importante, producto, quizás, de la proliferación de interpretaciones y del quebranto que ello supone para un conocimiento cabal de los periodos musicales y para un principio de coherencia interpretativa, pilares fundamentales sobre los que debería apoyarse el consenso general de todo el sistema interpretativo.
De las reglas de la lógica formal deben destacarse en su aplicación al razonamiento interpretativo las que proscriben la contradicción y los resultados absurdos (basada en la hipótesis del compositor razonable). Más discutible es el papel de otras para la resolución de casos no previstos expresamente. Los argumentos utilizados son:
1º "A simili ad simile": si el supuesto A coincide con el AA en ciertas notas comunes, a, b y c, aunque AA no tenga alguna que A posee además, la consecuencia interpretativa C, prevista para A, deberá ser también de AA.
(Por ejemplo: si un compositor barroco especifica que en un coro a cinco voces de un oratorio la tercera parte sea realizada por contratenores y en otro oratorio de un periodo cercano y con una situación similar en la vida y trabajo del compositor donde también aparecen coros a cinco no lo especifica, debemos entender que la regla más razonable sería que la tercera voz fuera realizada por contratenores).
2º "A maiore ad minus": se ha de tener por establecido o permitido aquello que es menor que lo que está ordenado o permitido expresamente.
(Por ejemplo: si en el continuo que acompaña un aria se introduce un fagot, el fagot también podría acompañar los números de coro).
3º "A minore ad maius": si no se ordena o permite lo menos, tampoco se entenderá ordenado o permitido lo más.
(Por ejemplo: si en el continuo que acompaña los números de coro no se introduce un fagot, tampoco parecería lógico introducirlo en los acompañamientos de aria).
4º "A contrario": si un término afirma algo debe entenderse que niega lo contrario. Si el compositor determina expresamente unos criterios interpretativos, debe entenderse que excluye los criterios contrarios; a sensu contrario: todo lo que no es obligatorio ni está prohibido, está permitido.
(Este es, quizás, el más evidente, por ejemplo: si el compositor establece un tempo allegro, excluye obviamente una interpretación andante o presto).
5º "A pari": cuando la razón es la misma, idéntica debe ser la consecuencia.
(Por ejemplo: cuando el concepto agógico se repite en un mismo movimiento de obra, la velocidad debe volver a ser la misma).
6º "Reductio ab absurdum": debe rechazarse toda interpretación que conduzca al absurdo.
(Por ejemplo: intentar interpretar un pasaje sin anotación agógica a tal velocidad que los instrumentos menos ágiles, v. gr. la trompa, no puedan de ninguna manera ejecutarlo).
Estos argumentos decíamos que tienen un papel más discutible que el juego del principio de contradicción y el de evitar el absurdo, porque la lógica de la composición musical no es siempre una especie de lógica matemática. Aquellos argumentos nos darían una respuesta inmediata al problema planteado, pero la lógica de la composición musical, que debe ser una lógica de creación coherente, nos ha de obligar a preguntarnos si hay alguna razón para que el compositor haya actuado de una manera en un caso o en otro al que pretendemos aplicar una solución basados en las reglas de la lógica; en otras palabras, si la aplicación de una determinada interpretación musical dada para otro caso o situación es coherente o no .

G) La regla "in claris non fit interpretatio".
Esta es otra regla que no incluye nuestra propuesta pero que obviamente se ha de tener en cuenta, y que habría de pertenecer casi al apartado de la interpretación lógica, por su evidencia patente.
¿Quid de la regla in claris non fit interpretatio? Si, como dice nuestra propuesta, hay que atender al espíritu y finalidad de la norma fundamentalmente en la interpretación, parecería razonable afirmar que al elemento teleológico hay que darle cabida desde el principio, y así podremos decir si la obra es clara o no.
En otras palabras, siempre ha de concordar el resultado, aparentemente claro, de la interpretación literal o gramatical con la finalidad intencional de la obra. Por eso la claridad no elimina en modo alguno la búsqueda del sentido de la obra.

Estos son los criterios que parten de la propuesta básica de una supuesta interpretación correcta. Indudablemente, la aplicación de cada uno de estos criterios queda en manos del ejecutante o del responsable de ellos (en caso de tener director o concertador). La mayor o menor firmeza y conocimiento de cada uno de estos criterios aportará elementos para un acercamiento a una re-construcción verdadera (con todos los matices que esta palabra contiene en la postmodernidad en que habitamos). Camufladas entre las decisiones de estos criterios se ocultan muchas veces la ignorancia y el propio capricho del intérprete, capricho al que difícilmente se le puede acusar como ilegítimo, ya que en el mundo de lo abstracto y del arte en particular, la aportación arbitraria ha sido apreciada y valorada como moneda común a través de la historia.
El problema de fondo (y que sería materia para profundizar en otra investigación) sería el de preguntarnos si los intérpretes hemos de ser meros re-constructores del plano arquitectónico sin realizar que es una partitura, y, como tales, meros mediadores mecánicos de dichos planos, o, por el contrario, si hemos de ser creadores que toman como base ese plano para crear una obra cada vez singular (como se acostumbra a hacer mucho más en el teatro). La propuesta aquí presentada, como se ve, apuesta más por la primera visión (considerando que el trabajo de re-constructor de los planos musicales de los grandes autores de la Historia es un trabajo fantástico y dignísimo, aunque no de tanto valor como el del creador en sí) que por la segunda, sin querer deslegitimar esta última (siempre que el público distinga –sea informado– de que lo que va a oír no es una obra de tal o cual autor sino una obra "basada" en la obra de tal o cual autor: hecho que no viene ocurriendo en las reconstrucciones de música medieval).


IV. CLASES DE INTERPRETACIÓN POR SUS RESULTADOS
Sabemos que toda interpretación debe ir dirigida básicamente a la búsqueda del sentido y finalidad de la obra que ha sido formulada por medio de una partitura con un estilo que ha sido impuesto en cierto sentido por las costumbres y usos interpretativos de cada momento histórico. Refiriéndonos a la partitura, aunque con la aclaración de que toda interpretación versa sobre obras musicales cualquiera que sea la fuente de su producción, el resultado obtenido por el intérprete da lugar o a una
- interpretación declarativa, si el sentido de la obra coincide con el que se desprende de la partitura o a una
- interpretación modificativa (denominada así a grosso modo) si introduce en ella alguna corrección. En realidad, el intérprete no debería corregir el contenido de la obra; puede extender o restringir su formulación literal, si resultase inadecuada, para adecuarla a su contenido sustancial, a su ratio, podríamos matizar.
La corrección de la que hablamos da lugar a una
- interpretación restrictiva si encerramos el contenido escrito, la partitura, dentro de unos límites más estrechos de lo que permite su tenor literal, y a una
- interpretación extensiva si, por el contrario, extendemos ese tenor.

En un caso la obra dice más de lo que quiere, y en otro dice menos. ¿Cuándo procede una u otra interpretación? Nadie puede establecerlo con seguridad. Habrá que aplicar los criterios hermenéuticos generales para ver si se puede dar una interpretación restrictiva o extensiva. Será, en último término, el sentido y finalidad de la obra la que deba orientar la labor del intérprete.
No obstante la falta de determinación precisa de cuándo hay que proceder en sentido restrictivo o extensivo en la interpretación, pareciera, si analizamos los distintos periodos históricos, que existen épocas donde la interpretación extensiva nos resulta mucho más reprobable que en otras. En esta dirección, parece sentir común entre los intérpretes que el Romanticismo es un periodo más propicio para las exageraciones o las libertades expresivas y tímbricas (interpretación extensiva) que, por ejemplo, el Barroco (más dado a una interpretación restrictiva).
Sin embargo, el principio según el cual las obras barrocas no son susceptibles de interpretación extensiva no se funda ni en la razón ni en alguna disposición estricta de la época, sino sólo en una confusión de ideas. Si la interpretación tiene por finalidad averiguar el sentido de la obra, cuando una ejecución es inadecuada para expresarlo hay que darle el significado correspondiente a aquel espíritu, sin importar la época histórica que se interprete. Las obras de cualquier periodo deben obligar a su propia interpretación en los límites que el compositor quiso establecer. Si no se pueden traspasar esos límites, tampoco es lícito no llegar a ellos, y eso se desconoce si se fuerza al intérprete a que se quede más acá o más allá de tales límites.

Por otra parte, no debemos confundir la interpretación extensiva y restrictiva con la interpretación lata y con la estricta. Habrá
- interpretación lata si a cualquiera de los elementos a los que se le puede otorgar diverso significado (v.gr. un término musical, una determinada solicitud de plantilla orquestal o reparto de timbres o una abreviatura de adornos) se le da el más extenso.
- interpretación estricta si, por el contrario se le da el más estricto.
Por último, puede darse una
- interpretación abrogante, cuando del resultado de la misma se llegue a la conclusión de que es inaplicable por ser incompatible con otros criterios interpretativos o con el estilo, en general, del periodo.


V. LA INTERPRETACIÓN Y SUS DIFERENTES PERFILES SEGÚN EL PLANO DE SITUACIÓN DEL INTÉRPRETE.
La interpretación concebida como operación total de búsqueda del sentido de la propia obra de arte, no se produce sólo en el terreno de la elección en el criterio interpretativo en los casos concretos, sino que es una actividad de perfiles mucho más amplios. En alguna medida, el ejecutante, a su vez, no es más que un intérprete del mundo cuando trata de proyectar en una actuación aquello que en un momento dado, dentro de un conjunto de circunstancias y en una situación histórica concreta, se considera como obra de arte.
Así pues, el ámbito de la interpretación está sujeto a influencias que afectan en mayor o menor medida a cada intérprete. Influencias que pueden provenir desde el propio autor, sus consejos y/o anotaciones y referencias directas de quienes estuvieron trabajando con ellos próximamente; hasta influencias de otros intérpretes, de los críticos y el público, y de los estudios de los teóricos.
Desde este prisma que ahora consideramos la interpretación, podríamos hablar, entonces de cuatro tipos o clases de interpretación por sus resultados:
-Interpretación auténtica, cuando la declaración con función interpretativa por medio de escritos posteriores que aclaren pasajes oscuros o anotaciones ambiguas o la propia ejecución emana del propio compositor. Así pues, si es él quien realiza la interpretación, esta “interpretación auténtica" debería tener eficacia vinculante para posteriores intérpretes.
Podría hablarse también de interpretación auténtica cuando la declaración con función interpretativa o la propia ejecución emanara de un estrecho allegado o colaborador del compositor. (Por ejemplo, el caso de Ssusmayer a la hora de acabar el Requiem de Mozart).
Los distintos grados de fortaleza probada del vínculo entre compositor y colaborador reducen el grado de autenticidad de estas interpretaciones. En muchos casos sólo se podrá decir que la interpretación o aclaración posee un valor autorizado, pero su eficacia vinculante no tendrá la misma fuerza.

-Interpretación usual: la de los músicos profesionales que con su mera ejecución están realizando un tipo de interpretación que establece unos criterios interpretativos.
-Interpretación doctrinal. Carece, como las siguientes, de todo valor vinculante, pero puede ser una útil guía de carácter instrumental para el desenvolvimiento de la vida musical.
Los teóricos, pueden plasmar con su estudio criterios a seguir en la comprensión y ejecución de la obra; los críticos, por su parte, aprueban o desaprueban determinadas formas de interpretación con sus análisis a posteriori; y por último: el público aprueba o no con sus aplausos, expresiones, comentarios y seguimiento de los artistas (adquisición o no de sus productos grabados) la interpretación del ejecutante, estableciendo, en cierto sentido el tenor de su interpretación ideal.

Existe también una actividad de interpretación en lo que se podría llamar
-Interpretación cautelar. Mediante ella, como su propio nombre indica, no se trata de decidir si tal o cual interpretación ha sido correcta, sino de prevenir o de evitar aquellos conflictos que eventualmente pudieran suscitarse en el futuro por medio del establecimiento de principios interpretativos sobre determinadas obras en particular que suelen quedar por escrito a veces en la propia partitura (aclaraciones sobre el estilo que realizan los propios compositores) o por medio de notas o estudios en documentos aparte. Suele estar establecida, también, por los teóricos o maestros de la materia que establecen criterios por medio de sus métodos, clases o conferencias.

VI. CONCLUSIONES
Después de repasar el catálogo de posibilidades que ofrece la problemática de la interpretación musical, se ha de asumir, cuando menos, que cualquier ejecución musical está desarrollando en sí, por acción u omisión, alguno de los criterios hermenéuticos aquí expuestos. El conjunto de signos que supone una obra musical requieren inevitablemente dos estadios de interpretación: en primer lugar, la interpretación del ejecutante que lo muestra tal como lo entiende o desea reconstruir; y en segundo lugar, la del oyente. Esto siempre lo hemos sabido, pero quizás no se haya asumido por parte de los intérpretes y ejecutantes el peso de responsabilidad y el compromiso que conlleva la re-creación de la obra de un gran autor hasta ahora con el magnífico advenimiento de la investigación musicológica de carácter historicista. Espero que leyendo este artículo y comprendiendo la dificultad de establecer criterios personales suficientemente fundamentados, tomemos conciencia de la necesidad de pensar las obras antes de ejecutarlas y asumamos el arduo deber que tenemos para con el arte.


NOTAS
[1] El modelo jurídico de análisis hermenéutico es tradicionalmente recogido por los principales teóricos del Derecho tanto nacionales como extranjeros. Las ramas del Derecho civil, Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho, en particular, pero todas en general, se han preocupado por el tema y han aceptado los criterios y tipos de interpretación que se exponen en este artículo. Más particularmente, si se tiene interés en las fuentes se puede revisar un clásico del Derecho Civil español como es el libro Sistema de Derecho Civil (vol. I) de los autores Luis Díez-Picazo y Antonio Gullón, publicado en la Editorial Tecnos. Pero también se pueden consultar en castellano: BETTI: Interpretación de la ley y de los actos jurídicos, trad. esp. por De los Mozos, Madrid, 1975; CASTÁN: teoría de la aplicación e investigación del Derecho, Madrid, 1947; DE CASTRO Y BRAVO: Naturaleza de las reglas para la interpretación de la ley, A. D.C., 1977; DÍEZ-PICAZO: La interpretación de la ley, A. D.C., 1971; VILLAR PALASÍ: La interpretación y los apotegmas jurídico-lógicos, Madrid, 1975.


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1947 Teoría de la aplicación e investigación del Derecho, Madrid.
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